Capítulo 8 – Ovidio Fontanal

  A pesar de que Piedras de Molle era muy generoso, Papá Noel, Santa Claus, San Nicolás o como quieran llamarlo, nunca logró mayor popularidad por esos pagos. En aquel tranquilo pueblo de nuestro Uruguay las festividades de Nochebuena y Navidad eran celebraciones principalmente religiosas y católicas. No existían las ofertas navideñas anticipadas, no se hacía un gran árbol de Navidad en la plaza principal, ni se adornaban las casas ni los comercios con luces especiales como cuando llegaba el Carnaval. Había misa en la Iglesia de Nuestra Señora Agradecida y luego todos, los devotos y los no tanto, se retiraban a cenar en reunión de familia. El 8 de diciembre, Día de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, se armaban los arbolitos navideños en todas las casas.

  En todo el país, en la primera mitad del siglo XX, el 8 de diciembre había pasado de llamarse Día de la Inmaculada Concepción a, simplemente, Día de las Playas. Al menos así lo señalaban los almanaques de la época. A pesar de regir la separación entre la Iglesia y el Estado, sacerdotes y obispos católicos siguieron bendiciendo las aguas de las costas a lo largo de muchos años. Algunos bajaban a la arena y en la orilla del mar, con las delicadas olas de las entrantes playeras del Río de la Plata mojando sus pies, acompañados las más de las veces por dos monaguillos, invocaban la protección divina para las doradas costas uruguayas. Para muchos vecinos de las casas costeras era costumbre no pisar la arena hasta que las aguas estuvieran bendecidas. Extraña conjunción entre el Día de la Inmaculada Concepción y el Día de las Playas.

  En Piedras de Molle no había mar y tampoco había una gran playa para bendecir, había un río cercano sí, que cuando las crecidas cortaba los caminos pero tampoco tenía una franja de arena o piedritas suficientes que lo volviera un paseo accesible y familiar. Sin embargo, a pesar de este hecho, un viejísimo sacerdote, dicen que uno de los primeros, si no el fundador de la Iglesia de Molle, propuso a los vecinos bendecir la tranquila laguna cercana para proteger a los usuarios que, en aquellos primeros tiempos, no eran muchos.

  Paralelamente a la construcción de la iglesia local, la magia de los lugareños se encargó de construir el imaginario. Magia y religión; las creencias han ido siempre de la mano. Así fue que se edificaron razones en las que basar la necesidad de santiguar aquel diáfano espejo acuático; se crearon leyendas y entonces la cristalinidad de las aguas lacustres adquirió su perfil oscuro. En las húmedas orillas crecieron relatos de aparecidos, niñitos dejados como ofrendas a la Luna para que Iracé o Iracema, la bruja que habitaba una choza en el frondoso bosque de molles y árboles nativos que rodeaba el lugar, se los llevara a lo profundo, a las tinieblas; romances entre gauchos fieros y virginales muchachas que habían desaparecido en el monte, dejando un mechón de rubios cabellos o un delicado pañuelo bordado enredado en las agrestes zarzas, pusieron color de aventura a aquel remanso de paz. En fin, cada pueblo tiene sus leyendas; Piedras de Molle, pueblo generoso si los hay, no escapó a la tradición. Así fue que se entendió una medida muy prudente bendecir las aguas y el entorno de la laguna.

  Pudo haber sido el Padre Ovidio Fontanal, viejo sacerdote que, según algunos registros, fue un precursor de variadas actividades. Su postura era firme al respecto de bendecir las aguas de la Laguna Molle tanto como las de cualquier mar, río, arroyo, caleta o estuario. La bendición de la laguna y el entorno protegería a los pescadores habituales, a los visitantes, a los paseantes en botes de remo, a las familias, a los niños y a las parejas de noviecitos que disfrutaban del lugar en primavera y en verano, fundamentalmente. Cuentan que el religioso impulsó actividades compartidas desde que el pueblo tiene memoria y hasta que el Señor lo acogió en su Reino. Quedó vestigio escrito de aquellos desvelos cristianos en las abundantes páginas de un viejo diario parroquial encontrado muchos años después y firmadas, misteriosamente, solo con una O mayúscula.

  Ocurrió que un 8 de diciembre el Padre Ovidio, ya entrado en años según algunos testimonios, organizó una procesión para ir desde la iglesia hacia la Laguna Molle. Así se hizo, aunque el registro del hecho y el año son imprecisos. La comitiva atravesó el pueblo y llegó a la Laguna Piedras de Molle. Como ya se ha dejado constancia, el sitio estaba prácticamente en medio de una zona rocosa en la base del monte de la India o de la China Curandera o del Curandero, nombre que variaba según quien narrara. Hermoso lugar. La sombra fresca de los molles lo hacía ideal para las reuniones a la orilla de la laguna o para meterse en sus frías aguas durante los calurosos días del verano.

  Una vez llegado todo el grupo, dos de los cuatro monaguillos que asistieron como tales, ayudaron al sacerdote a subir a una roca desde donde se oficiaría la bendición y, sin que el sacerdote lo notara, cuentan que lo sostuvieron por la sotana. Temían que el Padre resbalara y cayera, cosa que había ocurrido durante la visita de preparación del evento y que había costado una buena penitencia a los monaguillos por haber estallado en carcajadas frente a la caída, tan espectacular como deshonrosa, del veterano cura.

  Dicen los vecinos más viejos de Molle que en el momento de la bendición no fue fácil para los presentes mantener la seriedad y la compostura viendo cómo el sacerdote se balanceaba peligrosamente mientras con una mano sostenía el misal y con la otra hacía ademanes y cruces en el aire. Entrado en años, y en kilos, haciendo equilibrio sobre las piedras, sostenido apenas por las manos de dos niños era un riesgo latente de accidente. Los presentes temían que el cura cayera al agua. Estaban más pendientes del tambaleo que de las palabras y a la vez evitaban mirarse entre sí porque los nervios muchas veces juegan malas pasadas; tampoco querían mirar a los dos monaguillos que habían quedado algo alejados y que se apretaban la boca con ambas manos para sujetar la risa.

  Para no lanzar una carcajada algunos vecinos fruncían los labios, otros agachaban la cabeza, algunos se cubrían la boca con un pañuelo, tosían, las señoras indicaban con discretos codazos a sus esposos que no hicieran papelones y pellizcaban a los niños para que se quedaran quietos.

  Cuando el sacerdote terminó el rito giró sobre sí mismo con un lento, inseguro y gracioso bamboleo. Los fieles dejaron escapar algunos “oh” y “ah”. Hubo respiraciones contenidas, miradas de ojos bien abiertos y otros ojos bien cerrados. Entonces, rápidamente, los avispados monaguillos tomaron al cura de las manos para sostenerlo y ayudarlo a bajar, cosa que hizo despacio y mirando atentamente los escalones naturalmente desparejos formados en las piedras.

  Al llegar a tierra firme, el público estalló en aplausos y en fuertes exclamaciones de “amén, amén”. La hilaridad y el regocijo cristiano se fundieron en gozosa algarabía. Mientras el Padre se acercaba sonriente al grupo de personas, se dio rienda suelta a la alegría aunque con obligada y educada moderación como lo indicaba el momento. Los monaguillos se unieron a los otros niños y salieron a correr y gritar juntos por el camino. El pueblo tenía su laguna bendecida y al Padre Ovidio a salvo.Ya todos podían regresar tranquilos y sentarse a la sombra de la plaza a comentar.

  Ese mismo año, u otro tal vez, al Padre Ovidio se le ocurrió que podían tener un pesebre viviente para lo que fue a pedir ayuda a la comisaría del pueblo. Lo recibió un joven agente de nombre Amavilio Sosa quien lo condujo hasta el escritorio del comisario de aquellos días, Fructuoso R. Méndez.

  Sosa se apartó discretamente pero de todas formas escuchó lo que hablaba el cura con el comisario.

  –Déjeme pensar cómo ayudar en esa tarea pero desde ya quédese tranquilo que con Sosa mantendremos el orden en el pueblo.

  El comisario se puso de pie y acompañó al sacerdote hasta la puerta. Cuando se hubo alejado comentó con Sosa

  –¿Cómo se ve bajo la túnica de San José, Sosa?

  La cara de espanto de Sosa hizo lanzar una carcajada al comisario.

  –Señor, no me parece correcto que la fuerza policial participe en una ceremonia católica. Usté sabe lo que pensaba el Dr. Batlle y Ordóñez… –respondió Sosa.

  El comisario volvió a reír

  –Ya sé. ¡Como Fructuoso Rivera Méndez que me llamo! No se complique Sosa. Ya le mandaremos ayuda al Padre Ovidio. Le podemos pedir una mano a Rosa y traer algunas chicas de allá.

  –Disculpe, comisario pero de la casa de tolerancia de Rosa… no me parece…

  El comisario volvió a reír. Palmeó el brazo de Sosa y le dijo

  –Pero, Sosa… ¿Cuándo va a dejar de tomarse todo tan a pecho? Por Dios ¡y por el pesebre del Padre Ovidio! ¡Jajaja!

  Y todavía riendo de su propia ocurrencia tomó asiento en su escritorio ante la mirada desconcertada de Sosa.

  Años después, ya siendo comisario, Amavilio Sosa relataba que el tan mentado pesebre se hizo una única vez y fue aquella.

  –Los pastorcitos fueron los niños que concurrían a catequesis con Doña Milagros, la esposa del estanciero Garmendia. Uno de los peones fue San José y una de las sirvientas jóvenes hizo de Virgen María. Aldemar Barbosa –el Negro Barbosa como hasta hoy le dicen –, que todavía no había entrado como agente policial, fue el Rey Baltasar, Cristóbal “el Colorao” Antúnez, de la hacienda de la familia Céspedes, fue Melchor y para Gaspar se prestó un sobrino del Dr. Cancela que estaba de visita en la casa del tío. Los trajes los hicieron en la parroquia con ayuda de la señora del Lolo Martínez, que por aquel entonces era joven… Todos éramos jóvenes –contaba Amavilio Sosa.

  –¿Se imagina, don Bautista? –preguntó retóricamente el comisario al director de la escuela de Piedras de Molle, don Juan Bautista Pedernal

  –Fijesé que la Confitería de los Canale no era lo que es hoy pero hicieron pan dulce para vender a beneficio de la parroquia y al final aquello del pesebre fue casi una kermés en la plaza. ¡Un disparate! Y yo no soy católico, usté sabe. El pueblo no era lo que es hoy, diga. Yo no estaba de acuerdo pero el comisario Méndez, de aquella época, festejaba. Hasta vino tomaron después de la misa, él y el cura. Y a las risas. Un disparate, don Bautista, un disparate.

  Don Bautista reía de los cuentos de Sosa

  –Y nuestro buen poeta, Enrique Henríquez, ¿ya estaba en el pueblo, Sosa?

  –Ah…, sí. Pero hizo el poema para el Desfile de Reyes. ¡Qué barbaridad! Bueno, aunque no tanto porque a los más chicos le gustaba eso de los Reyes Magos y esperarlos con los zapatitos a los pies del árbol de Navidad. Nosotros en casa, para los grandes, nos dábamos regalos en Fin de Año; siempre había alguna cosita para cada uno. Era muy lindo. Sí, sí. Ahora es más fácil porque el Lolo Martínez siempre trae algunas novedades de Montevideo y las pone en el quiosco. El año pasado trajo unos chirimbolos para los arbolitos de Navidad muy lindos, juguetes bastante en precio. El Lolo siempre tiene casi que de todo. Lo que no me gusta es esa venta de dentaduras postizas que tiene.

  –Es un buscavidas, en el mejor sentido de la palabra. Muy ingenioso. Buena gente, siempre pronto para dar una mano –intervino Juan Bautista Pedernal. –Cuénteme de aquel Desfile de Reyes, Sosa. Si tiene tiempo, claro

  –Tiempo me sobra, don Bautista. Está Barbosa y Fernández en la comisaría. Jugando a la cartas estarán. Está todo muy quieto ahora en verano. De aquel desfile le cuento… –Sosa reía suavemente mientras relataba. –Ahora me río, don Bautista pero en aquel momento mire que me agarré un dolor de cabeza de aquellos. Estaba el comisario Méndez todavía y al cura, el Padre Ovidio, ¡tenía cada ocurrencia! Él decía que esas cosas reunían a los vecinos y que era mejor que andar a los baldazos como en Carnaval. Y mire, en eso tenía razón ¡Ahí sí que había que salir a poner orden! Se armaba cada una, de brutos nomás. Pero le cuento de los famosos Reyes. Si estuviera Barbosa acá, ¡no sabe cómo lo cuenta!

  Don Bautista ya se reía de solo pensar.

  –La cuestión de fondo era que no teníamos camellos, así que o disfrazábamos a los caballos o se hacían como quien hace carros de Carnaval. Pero nadie sabía cómo hacer esos carros, ni el Lolo que se las arreglaba para todo. Como habían empezado las vacaciones de los escolares, algunas maestras de habían ido del pueblo a visitar a los parientes y solo quedaba la pianista, la señora de Airaldi, María del Socorro, que tocaba muy bien el piano y sabía tejer pero nada de saber hacer muñequitos de papel maché. El papel de diario lo conseguía el Lolo en la capital, los diarios viejos y revistas, ¿vio? Pero por más que intentó hacer una pasteta con papel, agua y harina, no le quedaba nada armado. Se le desarmaba todo… era un pegote…

  Sosa se reía al acordarse de los experimentos del Lolo.

  –La pianista no quería meter las manos en ese emplasto, imaginesé. Y la señora del Lolo, pobre mujer, le decía “dejá Lolo, nos vamos a gastar toda la harina ¡y no sale ni un muñequito!”

  Los dos hombres se reían recreando la escena: el empecinamiento del Lolo, los lamentos de Dulce, su mujer y la cara de espanto de María del Socorro Dellepiane de Airaldi, la pianista.

  –Ah, don Bautista… La cosa fue que al final los Reyes entraron al pueblo caminando, como buenos cristianos, en aquel mormazo de la tardecita. De día había llovido y se imagina la calor. Que por suerte no se les ocurrió hacerlo al mediodía. Mejor era de nochecita, por el verano, usté sabe, que acá se pone bravo. ¡Y por los chiquilines para que no le dieran reconocimiento a Barbosa y al “Colorao” porque al sobrino del Dr. Cancela no lo conocían casi.

  –¿Y cómo se disfrazaron los Reyes? ¿Dónde consiguieron los disfraces?

  Sosa se reía con tantas ganas que se le saltaban las lágrimas, tanto que consiguió contagiar la risa a don Bautista que empezó a reír antes de que empezara el cuento.

  Entrecortado con las carcajadas vino el cuento.

  El Padre Ovidio, según el relato de Sosa, tenía unas túnicas o sotanas viejas en un baúl, quién sabe de cuándo y de quién, o de dónde las había traído y con la ayuda de doña Milagros, de doña Socorro y Dulce, les cosieron unos retazos largos de tela de colores y les tejieron unas capas con lanas de lo de Garmendia, lo mismo que las barbas y las pelucas que hicieron con lana cardada.

  –¡Sudaron la gota gorda los Reyes! –Sosa reía a carcajadas y don Bautista no se quedaba atrás.

  –Cargaron unas bolsas de alpillera, con papeles para hacer bulto, y repartieron algunos caramelos y chocolatines a los niños que los esperaban en la plaza –siguió diciendo.

  –¿Y las coronas de los Reyes? –preguntó don Bautista

  –¡Otra cosa de locos!

  Pocas veces Amavilio Sosa se reía con tantas ganas.

  –Consiguió el cura don Ovidio que de la estancia de Céspedes y de Garmendia les prestaran unas rastras sin tirador, sin el cinto ¿sabe?, de esas con monedas y figuras y las usaron como coronas. ¡Eran gauchazos los Reyes! ¡Y chúcaros, porque ni bien repartieron los caramelos salieron en un trote solo para la iglesia! ¡Los Reyes Magos desaparecieron en la noche! ¡Se habían ido a sacarse todo y a tirarse a la laguna! Esto según contó Barbosa después.

  Las carcajadas siguieron por un rato igual que las lágrimas que brotaban solas de tanto reír.

  –Yo en aquel momento no me reía nada. Ni gracia que me hacía tanta bobada que de católica no tenía un pelo.

  –¡Ni una lana, querrá decir! –añadió don Bautista

  Y ambos volvieron a reír. Luego añadió el comisario Sosa

  –Aquello era de sainete… ¡de Carnaval! Solo aquellos locos le seguían el tren al Padre Ovidio. Pero a la gente le gustó y los más chicos vieron pasar a los Reyes.

  Con todo, don Bautista, el Padre Ovidio Fontanal fue un personaje muy querido y por un tiempo, luego de que falleciera, hasta que tuvimos nuevo sacerdote, la gente lo extrañaba. Era un hombre macanudo. Tenía unas ocurrencias…

  –¿Y el poema de nuestro buen don Henríquez?

  –Imaginesé, don Bautista: se le puso el atril que usó siempre, hasta ahora, para las fiestas patrias y desde allí los presentes lo escucharon recitar un poema que hablaba de Belén, del incienso, la mirra, el oro de Oriente, del niño Jesús, los regalos que le llevaban las personas… Todo eso mientras las madres sujetaban a sus hijos para que no salieran a correr por la plaza. Y terminó con una canción de los pastorcitos que van a Belén cantado por el grupo de niños de la catequesis, con piano y todo.

  –Ya no se hacen esas fiestas, don Sosa

  –Como aquello que fue, no. Nunca más.

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