Capítulo 7 – El loco Mare

  Como todos nuestros pueblos criollos, Piedras de Molle tenía su boliche, bar con despacho de bebidas, club de poco lustre, o como quiera llamarse, para los que buscan un lugar para jugar un truco, tomarse una caña, comprar yerba, tabaco y donde se hacen pocas preguntas. ¿Cuántos años contaba el edificio? Algunos decían que tantos, que cuantos, otros reinventaban historias, le atribuían la construcción a un pirata naufragado, a un portugués borrachín, a un indio, a un milico desertor, a un contrabandista, a un inglés… que lo había levantado allá por el quién sabe, antes o durante los entreveros entre gauchos, militares, indios y extranjeros de otro idioma. La cuestión es que nadie se acordaba si en aquella esquina ochavada lo primero había sido pulpería y ahora era un boliche agrandado, un almacén incompleto con expendio de bebidas y comedor de pobres, parada de viajeros o qué. Lo cierto es que el viejo cartel colgado de unas cadenas había llevado el nombre del negocio en algún momento, pero ahora era solo el recuerdo borroso de una figura que podía haber sido un barco mercante, unos cerros con banderas, un dragón alado o algo que las lluvias habían ido borroneando cada año, un poco más. Por superstición, que había ido manteniéndose tiempo tras tiempo, se decía que solo Mandinga iba a ir a descolgarlo porque al bicho que se atreviera a hacerlo le caerían desgracias que fueron variando de tenor y consecuencias, con la época y las creencias.

  En una de las paredes laterales llevaba el nombre de “Almacén La Mandioca”, de ahí que se contaba que el dueño había sido un fiero soldado guaraní. En la otra, pintado con grandes letras, se leía “El Guasquero”. Al frente, en vertical, el nombre era “Ventas El Pirú”. Por esta razón se hablaba del dueño como “el brasilero Pirú”, solo en confianza y afuera del negocio, porque a Braudilio, el propietario-almacenero, no le hacía gracia.

  Cuentan que un día entró un gaucho suelto y pidió al grito –¡Una caña, Pirú! –. Y el Braudilio le mostró un trabuco que tenía bajo el mostrador. Santo remedio.

  Los personajes que llegaban al pueblo para establecerse formaron una población bastante estable hasta que como se sabe, fueron diversas la razones, dejaron de a poco desierto el pueblo de Piedras de Molle.

  Tampoco había mucha gente de paso. Así que al pueblo llegaban y se iban algunos escasos viajeros que seguían rumbo a otros puntos del mapa.

  Un visitante habitual de la periferia pueblerina, aunque de paso, era el loco Mare. Nadie sabía su nombre real. Llegaba por el camino de tierra que lindaba con un monte, poco recorrido por enmarañado, se apersonaba en El Pirú y sin hablar ni una palabra se sentaba a una mesa. Comía lo que le daba Braudilio, se tomaba el agua, nunca probó el vino, menos la caña, y luego de saludar al dueño con un breve movimiento de cabeza, se iba tan silencioso como había llegado.

  La primera vez que llegó el loco Mare al almacén de don Braudilio Leite, el pulpero-almacenero lo miró con desconfianza, más desconfianza que la que le tenía a cualquier desconocido. Le habló desde atrás del mostrador pero acariciando con la mano derecha el trabuco escondido.

  –¿Diga?

  El desconocido se sentó en un rincón cerca de unos cueros y unos cojinillos. Ahí se quedó, quieto, mirando el rayo de sol que entraba por un ventanuco a media pared.

  Por unos segundos lo único en movimiento fueron las doradas partículas de tierra suspendidas en el haz de luz.

  Los ojos de los pocos parroquianos que había en el lugar iban de Braudilio al desconocido y viceversa, casi sin mover las cabezas.

  –Diga. ¡Usté…!

  El desconocido pareció mirar hacia el almacenero, se levantó lentamente y avanzó hacia el mostrador. Casi arrastraba los pies descalzos, llevaba una pobre ropa de color indefinidamente marrón grisáceo colgando de un cuerpo flaco que remataba una cabeza con más pelambre que rostro. Llevaba la mirada fija hacia un punto sobre la cabeza de Braudilio que ya había apretado el trabuco en la derecha.

  –¡Pare! ¡Eh! ¿no scucha?

  El vagabundo se detuvo frente a Braudilio y con un movimiento lento, gracias a Dios porque el trabuco asomaba ya por sobre el mostrador, señaló y murmuró

  –Mare… mare –, sin dejar de mirar aquello que había llamado su atención y sin moverse.

  Braudilio miró de reojo, trabuco en mano, lo que señalaba el hombre. En un estante, contra la pared, entre polvorientas botellas había un pequeño cuadro de marco ovalado con la imagen de un barco navegando en la tormenta, luchando contra el mar embravecido.

  –Mare… – repitió mientras una gruesa lágrima caía por la mejilla abriendo un surco entre la mugre de la cara.

  Braudilio cambió el trabuco de mano y le hizo una seña a los paisanos, que se habían puesto de pie en silencio prontos para dominar al forastero, para que no hicieran nada. Tomó el cuadro y lo acercó al extraño.

  Se escuchó un siseo de facones saliendo de varios cintos.

  –Mare… – dijo una vez más el forastero y cayó al suelo abrazando el cuadro contra su pecho. Lloraba como un niño. Tal vez era más joven de lo que parecía.

  Cuentan que el extraño lloró un rato y luego se quedó quieto arrollado como un niño en la cuna o en el vientre de la madre.

  Braudilio hiz señas de que no lo tocaran.

  –Va buscar al Comisario, Lorenzo. Apuresé – dijo en un tono moderado y firme mirando a uno de los parroquianos.

  Lorenzo, que era un mozo joven nacido en la estancia de don Céspedes, salió casi corriendo para subirse al caballo y dirigirse a la Comisaría.

  Al poco rato estaba de regreso con el oficial Amavilio Sosa “porque el Comisario no se encontraba, patrón”

  El oficial Sosa ya despuntaba para Comisario. Era bastante joven, serio, respetuoso en el trato y respetado por su conducta intachable y confiabilidad; un buen hombre de familia.

  –Se me van todos para afuera menos usté don Leite. Quédese acá. Vos, Lorenzo, andate a buscar al Dr. Cancela y que se venga con el curita joven que llegó recién. “Hubiera sido mejor que estuviera el Padre Pedro, que en paz descanse” – pensó el oficial.

  El caballo y Lorenzo regresaron antes que el auto viejo del Dr. Cancela que traía al médico y al cura.

  Para entonces había avanzado la tarde y hubo que encender las lámparas.

  El vagabundo se había sentado en el suelo y seguía abrazando el cuadro.

  –Mare, mare… –susurraba como en un rezo interminable.

  –No quiso tomar agua ni nada –explicó don Braudilio.

  No parece peligroso –le comentó el oficial Sosa al Dr. Cancela y al sacerdote.

  Lorenzo estaba inmóvil. Tenía los ojos muy abiertos y miraba como chiquilín grande, lleno de asombro. Tenía unos ojos azules que resaltaban en la piel curtida de sol y el pelo revuelto y rubio bajo el sombrero.

  –Si querés andate, Lorenzo –habló Sosa. Pero el peoncito negó rápidamente con la cabeza. Era una historia como para agrandarse y contar a los otros peones de la estancia y sobre todo para asombrar a Carmela, la hija de la cocinera que estaba ¡tan linda!

  –Entonces te quedás ahí por si te necesitamos –agregó Sosa.

  Varios y rápidos movimientos afirmativos con la cabeza fue toda la respuesta de Lorenzo.

  Mientras tanto el Dr. Cancela se había acercado al extraño, le había preguntado el nombre, de dónde venía, si estaba lastimado, pero no había recibido contestación alguna.

  Cuando se acercó el cura, el vagabundo levantó la cabeza y lo miró. Ambrosio Delgado era una persona de apariencia amable y sonrisa bondadosa.

  –Me llamo Ambrosio – le dijo con una sonrisa

  –Mare, mare… – dijo el desconocido mostrándole el cuadro al cura a la vez que con una mano lo tomaba de la sotana.

  –Le recomiendo que no lo toque –sugirió el Dr. Cancela –, puede reaccionar. No querrá usted ver con la furia y la violencia con la que puede atacar un loco.

  –No me parece que esté loco – comentó el sacerdote. –Está asustado. Le falta comida y descanso, tal vez.

  –Limpieza, también –agregó Sosa.

  –Puede tener algo contagioso, Padre. No lo toque. Déjeme a mí – insistió el médico.

  –Permítame, doctor –insistió el sacerdote a la vez que con una mano en movimiento leve, detenía al médico.

  El Dr. Cancela impresionaba un poco al verlo. Era un hombre de porte elegante, alto y bastante robusto, de barba recortada, mirada segura, serio detrás de sus lentes, de voz grave y hablar pausado. Todo contribuía a su credibilidad como médico, cirujano, psiquiatra circunstancial, consejero siempre, que había ayudado a nacer prácticamente a todos los niños de Piedras de Molle, operado apéndices y curado toses y huesos rotos, entre otros padecimientos. Solo que ahora no era oportuno que interviniera. Era preferible una figura más piadosa como la del cura, de gesto y voz calma y apacible.

  El Padre Ambrosio se agachó lentamente hasta sentarse en el piso, frente al desconocido.

  El extraño se acercó al cura y se apoyó en su regazo, como un niño que busca protección y descanso.

  Según narraciones de Lorenzo, que cada tanto cambiaba algún detalle según el auditorio, el Padre Ambrosio logró “con… como hacen los curas ¿vio?”, que el vagabundo se sentara con él a una mesa del boliche, tomara agua y comiera pan. Solo olió el trozo de carne asada que le ofrecieron pero no lo probó. No quería que lo tocaran. “Se achicaba como hacen los perros cuando les van a pegar”.

  –Yo no sé, pero el oficial Sosa quería llevarlo al calabozo y el cura le pidió que no – contaba Lorenzo. –Después me sacaron afuera y no sé que pasó más.

  Ni el oficial Sosa, el sacerdote ni el médico contaron nunca con detalle lo que pasó aquella noche en el almacén El Pirú, qué se habló ni qué averiguaron del Loco Mare, como luego de un tiempo lo nombraban en el pueblo.

  Dicen, o inventan, que lo dejaron ir. Y se fue, en la oscuridad cerrada, al monte.

  El Lolo Martínez, que era lo que hoy llamaríamos un emprendedor, había iniciado un negocito en el pueblo por aquellos años. No solo era un emprendedor. El Lolo era el mejor contador de cuentos que hubo por aquellos pagos. Siempre de buen humor, sabedor de lo que a la gente le gusta escuchar, hacía su propio relato, adornándolo un poco por aquí y otro poco por allá. Una vez contaba que el Loco Mare era hijo de unos inmigrantes italianos y que había quedado huérfano cuando naufragó el barco en el que venía con su familia. El mar le había perdonado la vida arrastrándolo a la costa y él se había ido al monte buscando refugio. Por eso no hablaba y la única palabra que sabía decir era “mare”. Otra vez el cuento cambiaba y era la vieja Iracé, la bruja del monte, que había salido de la tapera para recoger a un niño que alguien había dejado a orillas de la Laguna Molles una noche de luna llena. “Era hijo del mar y de la Luna” según decía el Lolo en una de las versiones. El castigo del pecado cometido fue enredar al niño entre las zarzas del monte sin dejarlo acercarse al mar y ocultándolo de la Luna. En otras versiones, el final cambiaba y el Loco Mare iba cada noche caminando hasta la laguna y se sumergía en sus aguas hasta la noche siguiente. Poco importaba si el monte del que aparecía el Loco Mare era el que rodeaba a la Laguna Molles o era el otro que quedaba en un punto diametralmente opuesto. El Lolo fue uno de los encargados de tejer y retejer los hilos que convirtieron al Loco Mare en leyenda.

  El personaje trascendió las fronteras de Piedras de Molle, un poco por Lorenzo que se hizo viejo contando la aventura del vagabundo “sordo y casi mudo”, primero a los hijos que tuvo con Carmela, la hija de la cocinera de la estancia de los Céspedes y luego a sus nietos y a los que lo quisieran escuchar. Y otro bastante trascendió por el Lolo que hacía unas changas yendo al correo de la capital del departamento a buscar las encomiendas que llegaban para los vecinos del pueblo y, mientras esperaba que llegara el tren, aprovechaba a entretener al personal con sus historias.

  El veterano dentista de Piedras de Molle, el Dr. Ánimo Quijada, según testimonio del Dr. Armando Quijada, hijo del anterior, narraba que había revisado al Loco Mare y decía que “cuando lo vi tenía todas las piezas dentales y ninguna mala. Una dentadura bien fuerte”

  Los más viejos decían que Braudilio no permitió nunca que ningún gaucho, paisano, patrón o vecino se riera de “Mare”.

  Mare nunca llegó a entrar en el pueblo. Su misterio iba y venía con él desde el monte cercano hasta el almacén El Pirú. Se sentaba siempre a la misma mesa y Braudilio le servía un jarro de agua y pan. A veces el Loco le traía algunos frutos del monte al almacenero. En pleno invierno, con el aguanieve escarchando los harapos, Mare se quedaba adentro del almacén. Nunca aceptó un poncho, ni una cobija. “Se recostaba contra los pelegos”, según palabras de Braudilio, “y con eso estaba”.

  Los años pasaron, Braudilio envejeció y regresó a Brasil, de donde había venido siendo muy joven. No hubo nadie a quien dejarle el almacén y nadie quiso ocuparlo. Mare no volvió a aparecer después de que se marchara don Braudilio Leite. Hay quien cuenta que no desapareció sino que lo siguió, o acompañó, o se fueron juntos atravesando la frontera.

  Mandinga nunca llegó para descolgar el cartel que pendía de las cadenas frente a la entrada del almacén. El tiempo y las lluvias borraron los nombres escritos en la ochava de aquella manzana perdida y descolgada de Piedras de Molle. Con el tiempo y el abandono, el monte se encargó de cerrar los caminos y ocultar para siempre el edificio y todas sus leyendas. Y en Piedras de Molle no queda nadie a quien consultar.

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2 respuestas a «Capítulo 7 – El loco Mare»

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