02- El hogar

Agosto. Una reunión amable entre maestros en la escuela, luego del horario de clase. Es un viernes destemplado, ventoso, cercano a las celebraciones de Santa Rosa y a su tan promocionado temporal con el que va cerrando el invierno aquí, en Uruguay. Los personajes de esta historia se asemejan, en mi memoria lejana, a muchos colegas que conocí. Vaya como recuerdo para todos los maestros que formaron parte de una etapa -la primera – de mi vida profesional.¿Se parecerá a la realidad todavía?

– Bueno, chiquilinas…, ¡atención! Ahora sí, basta de charla y bromas. Vamos a levantar las copas para brindar por Rosa que es nuestra homenajeada de hoy.
El murmullo se fue mezclando y cubriendo con aplausos hasta terminar en una ovación. Los vasos con refresco y algunas tazas se levantaron casi al unísono y hubo entrechocar de vidrios y lozas, risas y comentarios. La Directora puso orden nuevamente diciendo
– Calma, calma. Le pedimos unas palabras a quien hoy debe presidir esta honorable sala, la señora Rosa Blanca Lucca de Méndez.
El salón de Jardinera había sido preparado para la ocasión. De hecho era el más amplio y el más acogedor de la escuela. Dos armaritos de madera pintados de rojo sobre los que se veían, muy ordenados, viejos juguetes de plástico, gastados autitos y camiones, osos de peluche manoseados y algunas muñecas que no resistirían un nuevo peinado, se ubicaban contra la pared del fondo. Percheros amarillos flanqueaban la puerta de entrada. Almohadones de arpillera de color acomodados en un rincón sobre un trozo de moqueta llegada como donación, se duplicaban en el espejo que decoraba una esquina, en la que de una caja grande de cartón forrada con papel verde sobresalían telas y sombreros. Tres estantes con libros esperaban a los lectores bajo la ventana vestida con prolijas cortinas de algodón estampado con dibujos infantiles bastante desteñidos por el sol. Un panel de espuma plast lucía una lámina de UNICEF con una foto de niños, colocada con alfileres y a su lado, prendidos, unos muñequitos recortados en hojas de garbanzo llevaban abrigos de pelotitas de papel crepé y bufanditas de lanas de colores, ingenuamente tejidas, sin duda, por manos infantiles. En otra esquina al lado del escritorio de la maestra, sobre un gran cubo blanco, una pecera con dos pececitos de agua fría y un “lazo de amor” en una maceta envuelta con papel brillante. Un móvil con tortugas de cartulina colgando de la lámpara completaban la decoración habitual. Las sillas y las mesas de la clase se habían amontonado a un costado, a la vez que sillas de madera más grandes habían sido traídas de otros salones y ubicadas en torno a una larga mesa de caballete cubierta con un mantel blanco. A su alrededor, sentados, había más de una docena de mujeres y Hernán. Una luz amarillenta y sombreada de tortugas caía sobre platitos y bandejas con lo que quedaba de las tortas saladas y dulces, de los bizcochitos de anís y sándwiches y sobre una muestra interesante y variada de vasos y tazas, algunas botellas de refresco y una vieja tetera panzona abrigada con un repasador de cocina. El lugar estaba lleno del apetitoso aroma, dulce y cálidamente invernal, del chocolate caliente del que ya poco quedaba en aquella improvisada chocolatera. Dos vetustas estufas eléctricas agregaban un poco de calor a la reunión. La Directora, de pie, inició un nuevo aplauso que todos imitaron.
– ¿Rosa?- dijo mirando a una de aquellas, que pasaba los sesenta, de cabello bien teñido de castaño claro y pañuelo al cuello sobre un buzo de lana color verde oscuro.
– Ay, no – respondió Rosa poniendo cara de circunstancia.
– Ya hablé todo el santo día- siguió con voz cansada y algo disfónica.
– Vamos, vamos. ¿Cómo te vas a negar siendo que es el mes de tu santo, de tu cumpleaños y… casi, casi, el de la gloriosa jubilación? – insistió la Directora enfatizando exageradamente las dos últimas palabras.
– ¡Sí, sí…que hable, que hable! – se oyó en desordenado coro.
– Bueno, yo voy a tomar la palabra – dijo Alicia, maestra de segundo año.
– A ver. Ojo, vamos a marcarle un tiempo que si no, no nos vamos más – interrumpió Susana, maestra de cuarto año, en tono de broma.
– Silencio, che. Respeto. El que quiera hablar que levante la mano. De a uno – acotó Mirela, maestra de quinto año – Poné orden, Carmen… Estos gurises vienen cada vez más impertinentes – agregó mirando a la Directora con fingida seriedad.
– Que hable Alicia – sentenció Carmen tomando asiento.
– A mí me faltan como doscientos años para jubilarme pero… si me pudiera ir, como Rosa, otra que discurso, bailaba y zapateaba flamenco arriba de la mesa. Así que en su nombre digo ¡Salve Jubilación! ¡Viva la Libertad! ¡Fuerza, Rosa! – dijo Alicia mientras levantaba su taza y agregó como en secreto- Y andate mientras estés cuerda.
– ¡Sos una exagerada!- comentó Marita, también maestra de segundo año sin dejar ni una pausa e irguiéndose en su silla.- ¿Qué querés decir? ¡Qué horrible!
– Ay, claro. Yo tengo veinticuatro años de trabajo… y mirame – dijo Carmen.
– Justamente – agregó rápidamente Susana. Y algunos se rieron del sarcasmo.
– En serio, yo creo que si pudiera irme, me iba. De repente me quedaba solo con el colegio… o no. ¿Pensaron en lo que sería tener tiempo libre para hacer lo que uno quiere? ¿Sabés cómo estoy de correr de una escuela a otra, de hacer las cosas de mi casa, atender a mis pobres hijos y que me aguanten cuando estoy como loca con los trabajos para unos y otros, los carnés…y como el sueldo no me da, dar clases particulares los sábados…? Y todavía pidiendo a Dios que los nenes no se enfermen porque si no, se me complica todo. No tengo ni tiempo de ir a la peluquería – dijo Mirela tomándose las puntas del cabello sujeto en una cola.
– Esta profesión es desgastante, ¡qué novedad! Ahora… yo la elegí porque me gusta y cuando entré sabía que los sueldos son lo que son. Pero, no sé. No creo que me gustara hacer otra cosa – insistió Marita.
– ¡Qué viva! Con el marido con el empleo que tiene y no tiene hijos…- comentó por lo bajo Susana a Mirta, la otra maestra de cuarto año, que estaba a su lado y la escuchó asintiendo con la cabeza.
Mientras tanto otros comentarios se habían levantado e inevitablemente, los diálogos entre quienes eran vecinos de mesa.
– Yo no me puedo jubilar todavía, si no…
– A nosotras nos agarró la ley nueva…
– Yo estoy contenta. El ambiente es bueno y mi clase trabaja muy lindo.
– Estoy tan harta de machacar siempre con lo mismo. ¡Qué poco razonan…!
– … tener tiempo para ir a un club a hacer un poco de gimnasia, ir al teatro, un viajecito de vez en cuando… y plata.
Hernán, maestro de sexto año, abrazando a Rosa con gesto simpático le decía algo gracioso que hizo que ella riera suavemente.
– Y vos, Hernán ¿si pudieras te jubilarías? – preguntó Alicia acercándose a la mesa y creando un canal de voz entre las conversaciones entrecruzadas.
– ¿Yo?
– Claro. Sos el único Hernán.
– No sé. No me puse a pensar en eso.
– Brillante. No esperaba menos de ti – replicó Alicia con ironía.
– Che, dejá al galán tranquilo – intervino Mirela.- Pobre. ¡Todavía que tiene que aguantarnos todo el día!
– Y oírlas hablar hasta por los codos, te faltó decir. Cargosas y quejosas. A la única que nunca la vi traer conflictos es a Rosita. Es a la única que quiero. ¡Brujas!- siguió Hernán en tono de burla.
Rosa sonrió y continuó observando en silencio cómo los anteriores se enfrascaban en una discusión tan amistosa como estéril. Discretamente, Susana miró su reloj y dijo
– Podríamos pasar a votar. A favor y en contra de jubilarse ya – dijo con su potente voz y decidida a desconcertar como habitualmente lo hacía, dejando a los demás sin saber si era en serio o en broma.
– En serio, Rosa – empezó otra vez Alicia y se oyeron silbidos y abucheos cariñosos – es bárbaro que puedas jubilarte. Vos sabés cómo te queremos todos y te vamos a extrañar…
– Pero, Alicia… si todavía no se jubiló. Hoy estamos festejando los cumpleaños del mes y saludando a Rosa en su santo, que esperamos pase sin temporal – cortó Carmen.
Algunas voces asintieron y como era previsible se desataron comentarios acerca de la infaltable tormenta de fin de mes, adelantada o atrasada, temible o no tanto, el frío, las lluvias, los destrozos recordados, los recientes y los lejanos, los vividos, los anecdóticos, los leídos, datos estadísticos… Lentamente algunas mujeres se pusieron de pie.
– Nos vamos que se está poniendo más frío – sentenció Carmen. – Las encargadas de recoger todo este mes, no se olviden. Después Celeste termina de limpiar y acomodar.
Un rumor de abrigos y camperas, de bolsos con libros y papeles, arrastrar de sillas, saludos y despedidas fue colmando el salón y decreciendo a medida que iba quedando vacío. Pronto desaparecieron todas las voces. Casi en el fin de la tarde ventosa y fría de aquel viernes, la luz se iba yendo de las calles vacías que rodeaban la escuela y las sombras iban ocupando corredores y aulas escolares desolados y quietos. Alicia y Mirta recogían rápidamente vasos y tazas para colocarlos sobre una bandeja.
– Al final no te dejaron decir lo que querías – resonó la voz de Mirta.
– Bueno, de todas formas se lo pienso decir a Rosa el lunes cuando la vea. Rosa es buenísima. Es tan buena persona. Yo la quiero mucho – contestó Alicia
– Llevo esto a la cocina – dijo Mirta mientras levantaba la bandeja llena y salía rápidamente.
– Estos bizcochitos y esto se lo pongo a Celeste en una bandejita – acotó Alicia acompañando la palabra a la acción.
– Deje Alicia. Vayan que está muy feo. Dejen que yo junto – dijo Celeste, una señora que frisaba los sesenta años, de cabello gris, con aspecto de abuela joven y vigorosa.
– ¡Ah, Celeste! No la oí entrar. No, no. Cómo le vamos a dejar todo así… – respondió Alicia dando la vuelta y mirándola.
– Vaya que esto es lo de menos – insistió Celeste que ya estaba desenchufando las estufas- Cuando venga Margarita, el lunes temprano, llevamos la mesa y acomodamos la clase. O a lo mejor lo hago con Pereira en un rato.
– Así se habla, que su marido se mueva un poco, también. Usted bastante hace.
– Vayan, Alicia. Vayan.
– Gracias, Celeste – sonrió Alicia que ya había juntado, casi todo lo que quedaba sobre la mesa. Se estaba poniendo el tapado cuando entró Mirta.
– ¡Celeste! Qué ejecutividad. ¿Ya estás otra vez con la escoba en la mano?
– ¿Vio? Así después no se quejan.
– Celeste se ofreció a terminar, Mirta.
– Me viene muy bien. Washington quería que fuéramos al cine, hoy.
Mirta se acomodó con los dedos el cabello oscuro, corto y enrulado. Se puso la bufanda y la campera larga. Se colgó la correa del portafolio en el hombro y se enfundó los guantes de lana.
– ¿Vamos, Alicia? Te acompaño hasta la parada y yo después sigo para casa. ¿Qué mirás con tanta atención?
Alicia, que miraba por la ventana, dijo sin volverse
– Oí voces y vine a mirar. Me pareció una discusión. ¿Aquella no es Rosa? ¿La estaría esperando alguna madre?
– No creo – dijo Mirta acercándose a la ventana y cruzando una mirada con Celeste.
– Es Lali – continuó al ver las dos siluetas prácticamente en sombras del otro lado de la calle, en una pequeña plaza abandonada y solitaria.
– ¿Quién es Lali? – preguntó Alicia.
– La hija de Rosa. Debe andar por los treinta años.
– No sabía que tenía una hija. Nunca me la nombró. Más bien siempre me dio la impresión de que… Me aconseja tanto que no descuide a mi nena, que la disfrute todos los días…que los años pasan tan rápido…que nada vale tanto como los hijos… Rosa… – dijo Alicia cambiando la mirada de la penumbra fría de afuera a su propio reflejo borroneado en los vidrios congelados de la ventana.
– Siempre dedicada a la escuela ¿no? – completó Mirta y continuó sin mirar a Alicia – dedicada el ciento por ciento a su trabajo y a sus alumnos. Así fue siempre. Hizo de la escuela, su casa. Por eso, la jubilación no llega con la misma alegría para todos.
Alicia giró la cabeza, serio el semblante, para mirar a su colega que no se movió.
– Yo no sabía… pero ¿cuál es el problema?- dijo luego de un instante.
– Hace dieciocho años que estoy en esta escuela y Rosa veinte. El personal ha ido cambiando, trasladándose, yendo unos, viniendo otros. Todos han visto en Rosa una maestra excepcional y una gran compañera. Así seguirá siendo – afirmó Mirta buscando con su mirada la de Alicia.
Parecía haber oscurecido de golpe cuando Alicia volvió a mirar hacia afuera. La calle estaba desierta.
– Vayan. Vaya, Mirta que su esposo se le va a ir solo al cine. Y usted, Alicia, tiene un lindo viaje todavía. ¿La nena quedó con la abuela? – preguntó Celeste
– Sí – respondió brevemente Alicia
– Vamos. Hasta el lunes, Celeste. Que pases bien. Dale, muchacha – dijo Mirta tomando la delantera.
– Las acompaño así cierro con llave – agregó Celeste mientras alcanzaba a Mirta.
Alicia caminó en silencio detrás de las dos mujeres que conversaban animadamente. Quería llegar pronto a casa.

Para «Escenas – 12 relatos con mujeres» 1997

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