Capítulo 10 – Américo Fernández

  –Continuamos en este nuevo ciclo que gracias a ustedes, y a nuestros auspiciantes, claro –el conductor sonrió simpáticamente a la cámara en primer plano –, retoma este año con energía renovada y muchos temas, personajes y lugares para compartir con la teleaudiencia. Vamos a un corte y a la última parte de Raíces profundas en su segunda temporada. Soy Salvador Tevelari; ya volvemos.

  Se apagaron por un momento las luces del estudio de televisión lo que hacía bajar también, aunque apenas, el calor reinante.

  –Mientras pasan la tanda tenemos tiempo para ajustar la charla, si le parece, Américo –dijo Tevelari.

  –No, todo bien. Pregunte lo que quiera de la muestra. Conocí muy bien el poblado de Piedras de Molle. Usted sabe que viví algún tiempo ahí antes de volverme para Montevideo.

  El conductor del programa y Américo estaban ubicados en un espacio que pretendía ser algo así como un living, en unos silloncitos conseguidos en la mueblería del barrio por canje de publicidad, al igual que la mesita ratona y la estantería de madera con algunos libros y adornos; unas falsas cortinas cerraban el pequeño set de un canal de televisión uruguayo. El equipo de Raíces profundas se esmeraba todo lo que podía en aquella producción modesta que salía los domingos a última hora de la noche.

  –Disculpe una pregunta que no le he hecho: ¿cómo fue que vino a dar conmigo, usted? –preguntó Américo al conductor.

  –Nuestro equipo es pequeño pero se mueve –respondió con la misma sonrisa pronta para la cámara. –Allí tiene agua, si desea. Las preguntas van a hacer muy sencillas… ¿Cómo comenzó con la fotografía? ¿Dónde se formó? ¿Cuándo llegó al pueblo de Molles?

  –Molles, no. Ese es otro pueblo; Piedras de Molle –enfatizó –, que no es lo mismo ni el mismo. ¿Vieron las fotos en el club o se enteraron de la charla que di?

  –¡Atentos! –gritó el asistente–.¡Silencio!

  –Estamos de regreso en Raíces profundas con nuestro invitado de hoy, el investigador y fotógrafo Américo Fernández. ¡Bienvenido!

  –Muchas gracias Usted me dice investigador y fotógrafo. Yo le digo: fotógrafo sí, desde jovencito; investigador no diría. Solo soy un “juntador de memoria”. Memoria que de otra forma se habría perdido. En realidad creo, me parece, sin estar muy lejos de la verdad, que mucho ha quedado perdido allá a la sombra del olvido.

  –Usted es montevideano ¿no?

  –Sí, pero una parte importante de mi vida transcurrió en Piedras de Molle.

  –¿Dónde se formó como fotógrafo?

  –Cuando era chico quería ser fotógrafo de deportes. Juntaba fotografías impresas de los diarios, a veces de diarios viejos, de los que se guardaban para hacer el paquete de la basura como hacía mi madre. Con el tiempo me fui acercando a la gente de la prensa y a los fotógrafos. Mi padrino me regaló mi primera máquina, una Agfa preciosa, una joya. Divina. Y ahí empecé. Algunos ensayos horribles de fotos muy malas. Pero la cosa era el revelado. Tuve que aprender. Lo hacía yo mismo, como muchos. Me enseñó un veterano macanudo, justamente fotógrafo de un diario. No me cobraba nada. Yo tampoco podía pagarle. Trabajaba como cadete en una imprenta y ganaba muy poquito, yo.

  –Perfecto, don Américo. ¿Y cómo fue que emprendió viaje a Molles?

  –Piedras de Molle, joven. Yo fui a Piedras de Molle porque vi un aviso en un diario, ahora no recuerdo cuál, que pedía fotógrafo para el diario local, Hora de Molle. Era una oportunidad para entrar como fotógrafo y “hacer armas”, como dicen, haciendo práctica. El sueldo era bajo pero me tiré al agua. Fíjese que el director y propietario del diario, don Hilario Bastida, gran tipo, vio que yo era un principiante, y que no tenía más que lo puesto y mi cámara, y terminó ofreciéndome también habitación y comida. Ni lo pensé. Me fui de Montevideo. ¡¿Qué me iba a quedar?! –Américo se rió recordando aquellos tiempos en el pueblo cuando la plata le alcanzaba para sus gastos y hasta para llevarle algo a su madre.

  –Claro que sí, don Américo. Hacemos una breve pausa y volvemos con más Raíces profundas.

  El conductor se levantó cuando las luces se apagaron y se encendieron al instante en otro pequeño set con herramientas y latas de pinturas. Allí mismo Salvador Tevelari presentaba a uno de sus avisadores.

  –De todo en herramientas y pinturas para su hogar y negocio. Confíe en Herrapinto. Si necesita asesoramiento la gente de Herrapinto le dará los consejos y lo guiará para que usted obtenga la satisfacción de un buen trabajo terminado en tiempo, bien hecho y sin engaños. Confíe en Herrapinto y en su equipo de buenos conocedores en herramientas y pinturas –dijo el conductor con fluidez y sonrisa final a cámara. Mientras pasaba la placa con la dirección y teléfono de Ferretería Herrapinto, el conductor del programa se encaminó hacia el set principal en donde alguien había colocado sobre la mesa ratona dos pocillos de café humeante. Las luces se encendieron y Salvador Tevelari sin perder la sonrisa anunció que ya estaban de regreso en Raíces profundas.

  –Y mientras dure la charla habrá café, dicen. Café molido a la vista de Café Monumental; tómese un tiempo con amigos, tómese un “café monumental” en Avenida Garrino y Azogue. Cuando venga a nuestros estudios para presenciar en vivo la competencia del saber Entre grandes y chicos, con la participación de niños y jóvenes, recuerde que Café Monumental lo estará esperando aquí cerquita: Garrino y Azogue.

  Hizo una pausa mirando a la cámara. Luego volvió la vista al invitado y retomó la entrevista.

  –Don Américo, lo invito a ver lo que nuestro equipo grabó en la exposición de fotografías Memorias de Molle…

  –Piedras de Molle – corrigió en voz bien alta Américo Fernández.

  –Sí. Realizada en el club de pescadores La Encandilada, de “pescadores y mentirosos”, como ellos se definen.

  Y se rió como si la broma fuera conocida por todos.

  Mientras salía al aire la grabación en el salón de exposiciones del club, Salvador Tevelari resumía lo que pasaría al regresar a estudio.

  –Ahora yo resumo un poquito y tiene un minuto para despedirse y decir lo que haya faltado que quiera decir.

  –Es que no dije nada.

  –Así es en la televisión ahora. Las fotos se vieron bien lindas en el club. Pasa que tenemos que terminar el programa para ir al cierre de programación del canal.

  –¿Quién los guió en la exposición? Yo no estaba cuando filmaron. ¿Quedó todo registrado?

  –Quédese tranquilo. El camarógrafo es muy serio.

  –¿Usted no fue? ¿No vio nada, entonces?

  –Enseguida regreso –dijo Salvador y se fue a intercambiar unas palabras con una chica que sostenía con una mano una tablilla con unas hojas garabateadas y en la otra hacía unos movimientos en círculo señalando las hojas con un marcador rojo.

  Mientras tanto pasaban los minutos, al cansancio que sentía Américo se agregaba algo de enojo por la falta de atención que le ponía el conductor del programa a su persona, a sus declaraciones y sobre todo a sus memorias de Piedras de Molle.

  El asistente hacía señas a Salvador Tevelari que respondió al instante regresando a su asiento junto a Américo.

  –¡Silencio! –avisó el asistente y el conductor aprontó su sonrisa para la cámara.

  –Ya en el final de Raíces profundas, agradecemos la presencia en estudios de Américo Fernández, investigador y fotógrafo uruguayo. Gracias, don Américo por esta preciosa exposición fotográfica y por resguardar las memorias de Molles.

  –Piedras de Molle. Molles es otra ciudad en otro lugar. Piedras de Molle merecía que alguien intentara rescatar algo de su vida, de sus historias, del lento e inexorable olvido…

  Hizo una pausa en la intervención que hizo creer a Salvador Tevelari que ya había terminado.

  –Muchas gracias a nuestro invitado; por nuestra parte los invitamos a ver esta exposición fotográfica de las Memorias de Molle…

  –¡Piedras de Molle! –susurró Américo casi en un grito.

  –…en el club La Encandilada. Buenas noches y hasta el próximo domingo.

  Al salir del canal, Américo se sentía fatigado, agobiado, decepcionado y de mal humor. El aire denso y cálido no colaboraba a su buen ánimo. Prendió un cigarrillo. Caminó hasta el hotelito en donde se alojaba mientras fumaba sin ganas. En unos días volvería a Montevideo y a tratar de que este asunto de que Piedras de Molle no muriera del todo. Era el pueblo que lo había recibido con tanta generosidad y que pasara al olvido… Cuando acabara la exposición se llevaría todas las fotografías a Montevideo. Alguien allá le había dado el nombre de una maestra que podía hacer algo para pasar en la televisión educativa o conseguir una entrevista aunque fuera ahí. Probaría en la Biblioteca Nacional también, a ver si le interesaba a alguien. Un diario, de repente podía hacerse eco. El almanaque del Banco de Seguros… Muchas ideas le daban vuelta en la cabeza.

  Un trueno sonó entre las nubes llenas de relámpagos. El día había estado muy pesado, empastado en aire quieto y húmedo. Se anunciaba tormenta para la madrugada.

  Américo apagó el cigarrillo al entrar al pequeño recibidor del Hotel Amistad. Recogió la llave de la habitación de manos de un somnoliento encargado que acababa de apagar el televisor ubicado sobre una mesita de metal, con rueditas y medio destartalada, junto al mostrador.

  –Linda la entrevista, don Américo. Lástima que no se ve bien esta –dijo señalando la pantalla apagada. –Hace nieve y fantasmas. Por más que le muevo las antenas para acá y para allá hace rayas, se mueve la imagen. Ahora desenchufo por las dudas y me prendo la radio portátil que es a pila. A veces agarro radios argentinas que pasan algunos episodios. Me quedo dormido, también. No viene nadie hasta la madrugada; algún camionero a veces, que quiere estirar las piernas en una cama.

  Américo escuchaba y asentía con una sonrisa amable aunque sin ganas.

  –Me retiro, maestro.

  –Cómo no, don Américo. Buenas noches y que descanse. Cualquier cosa a las órdenes. ¿Lo despertamos a alguna hora? Café con leche y pan casero a partir de las 7 está listo.

  –Gracias. Hasta mañana. No me despierte; no hace falta.

  –Hasta mañana. Que descanse.

  Y realmente no hizo falta porque cualquiera se habría despertado con aquel zumbido sordo y amenazante y el batir de las persianas del edificio del hotel. Se escuchaban ruidos en el exterior. Algo golpeó en el techo, luego contra la pared, algunas puertas se agitaron repetidamente contra los marcos. Parecía que todo la construcción estuviera temblando. Américo se levantó en la media oscuridad del amanecer sin entender demasiado lo que estaba pasando. El ruido del viento y la granizada terminó de despertarlo. Se quedó parado inmóvil junto a la cama.

  “Una turbonada”, pensó. “¡Los documentos, la ropa, la plata…!”

  Estallaron vidrios, se escuchaban crujidos, estruendos, golpes, algún grito lejano… Y el viento. El viento aterrador que cuando corre furioso sobre el Uruguay se lleva techos, vehículos, antenas de radio, casas, animales; arrasa con rabia incontenible.

  Américo se tiró al suelo. Se metió debajo de la cama abrazado a su valija.

  Una rama, un tronco, tal vez un trozo arrancado de algún árbol o un árbol entero arrancado de cuajo, se incrustó en la pared y explotó la ventana, rompió las persianas, saltaron los vidrios.

  Américo cerró los ojos; rogó a Dios y a la Virgen. Sentía las ráfagas de lluvia, granizo y viento pegando en su cuerpo. Parecía que el mundo entero se volaba.

  “Virgen santísima, ayúdame”, pidió en silencio.

  Sentía cómo caían objetos sobre la cama y sobre el piso mojado. ¿Ramas, fragmentos del artesonado del techo, despojos de las voladuras…? Ruido de golpes, impactos, restallidos, repiqueteo de lluvia y piedras de hielo, azote de maderas, ramas, arrastres, crujidos

  “Va a pasar…, va a pasar. Pasa, pasa”.

  Y así como llegó el infierno, que duró unos instantes que parecieron siglos, paró de pronto. Amainó el viento y solo quedó una lluvia mansa.

  Todavía sin animarse a salir de abajo de la cama, Américo abrió los ojos. Milagrosamente la pesada cama de hierro se había conservado en su lugar con el colchón, las sábanas y la colcha empapados, chorreando gruesas gotas por entre el elástico metálico de la parrilla. Todo el piso estaba mojado y cubierto de piedras pequeñas, trozos de pared, escombros, cascotes de tierra y barro, ramas, hojas de árbol y plantas aplastadas por el agua, fragmentos de vidrio.

  Américo se asomó, arrastrándose, para ver en qué estado había quedado su habitación; luego iría a ver el resto del edificio. Resbalaba el agua por una pared tajeada oblicuamente. Del espejo rectangular que había colgado sobre una pequeña cómoda solo quedaba un ángulo de lo que había sido el marco de madera pendiendo de un alambre que seguía, milagrosamente, clavado al tabique que limitaba con el corredor. La cómoda estaba volcada y maltrecha.

  Poco quedaba de las persianas que Américo había cerrado para que no le entrara la luz de la mañana y menos aún de los vidrios, que se habían hecho añicos.

  “Dios mío”, pensó mientras miraba el brazo de árbol que había penetrado la ventana con la fuerza de un ariete de guerra.

  Pisando con cuidado se sentó en la cama empapada. Colocó la valija sobre sus piernas y la abrió buscando los zapatos que siempre llevaba de repuesto. Se sentía aturdido, tembloroso y aterrado. Sus movimientos eran lentos más que cuidadosos. Le faltaba el aire. Le costó calzarse. Todo parecía verse en blanco y negro con la luz mortecina de la tormenta en el amanecer.

  Caminó lentamente, valija en mano. El techo había resistido, por lo menos el de su pieza. Tomó el pestillo de la puerta; estaba trabada pero no quería hacer mucha fuerza. ¿Alguien estaba golpeando?

  “Golpean”, pensó con dificultad intentando reaccionar.

–¡¿Don Américo?! ¿Está bien? ¡Don Américo! –casi gritaba Celso Gutiérrez, el encargado del hotel desde el otro lado de la puerta.

  – Sí. Sí –respondió Américo con la poca voz que salía carrasposa de su garganta. Luego, más alto, casi gritó –¡Gracias a Dios, Celso! ¿Usted está bien? A ver si puede abrirme. Ábrame, por favor. Está trabada.

Celso giró el picaporte.

  –Tiene pasada la llave, don Américo.

  “La llave, claro, la llave”, pensó Américo. Giró la llave y Celso abrió la puerta. Se abrazaron como dos náufragos rescatados. Estaban empapados. Celso con los pantalones de tiradores y una camisilla chorreando, pegada al cuerpo huesudo, de alpargatas y Américo, entrado en años y en kilos, chorreando también, de pijama y zapatos y con la valija fuertemente sujeta en una mano.

  Ya se reirían en otra oportunidad. Ahora estaban vivos, empapados y con algunos rasguños menores.

  El edificio era un desastre pero se había mantenido, aunque inundado y destrozado en parte, en pie.

  El cartel con el nombre del hotel se balanceaba peligrosamente delante del hueco donde antes había estado la entrada. Más allá la vista de la calle era desoladora: árboles caídos, chapas tiradas por aquí y por allá, maderas, trozos de muebles, cables de electricidad caídos, autos volcados… Se escuchaba a los vecinos llamándose entre sí. Y la lluvia que seguía repiqueteando sobre todas las cosas. Caía un chorro de agua sucia sobre el televisor que se había mantenido sobre la mesita destartalada. Nada era lo que había sido.

  Parados uno junto al otro, Américo el fotógrafo y Celso el encargado, tardaron en hacer algún movimiento. Solo miraban en silencio el escenario de la destrucción.

  Días más tarde y luego de recuperarse, Américo Fernández agradecía a la Comisión del Club Social y Deportivo Heroicos que lo hubieran alojado en su sede junto con otros damnificados por el tornado. El edificio del Heroicos no había sufrido casi ningún daño mientras que de otras casas no había quedado nada, solo restos. El club de pescadores La Encandilada era solo un recuerdo a reconstruir por completo. Ni de la edificación ni del muelle quedaba nada. Todo se lo había llevado el viento. Las fotos también.

  Américo Fernández se despidió con un abrazo apretado de Celso. Luego le dio la mano a Salvador Tevelari que le había prometido buscar la grabación de la muestra de fotos aunque la noticia era que todas las cintas estaban empapadas. No creía que se pudiera salvar algo. Se había caído la antena y el canal estaba en muy mal estado, además.

  –Gracias por todo. Me queda buscar los negativos y volver a revelar. Parece que el destino no quiere guardar la memoria de Piedras de Molle –dijo Américo con notoria tristeza.

  –Pero estamos vivos, don Américo. No hay ningún fallecido. No es la primera vez que levantamos las casas de nuevo –respondió Celso.

  –Y a la memoria la podemos ayudar pasando los recuerdos a otros que nos escuchen –Tevelari hablaba como si una cámara de televisión estuviera registrando el momento.

  Américo le sonrió. “No es tan pasmado el Tevelari este”, pensó.

  Y como Piedras de Molle era un pueblo generoso, como acostumbraba decir su gente, seguramente había proyectado con fuerza su memoria. Alguien la recogería.

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2 respuestas a «Capítulo 10 – Américo Fernández»

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