Un dibujito en la punta del lápiz

Un dibujito en la punta del lápiz

A veces los cambios resultan difíciles para los niños. Claro que cuando encuentran un amigo que los acompaña a todas partes, todo se resuelve mejor.

Cuando llegó lo hizo de a poquito.
Era un día de abril.
La maestra no había ido a la escuela y Nicolás esperaba, como los otros niños, sentado en su lugar en la clase.
Era un día raro porque como no estaba la Maestra nadie había puesto sobre las mesas el cuaderno, ni los lápices, ni los deberes. Nicolás no se había sacado la mochila y desde que estaba sentado no había abierto la boca. Su mirada iba de sus compañeros de la primera fila hacia la puerta donde la Directora hablaba con la Secretaria de la Escuela.
El más inquieto de la clase caminaba entre los bancos haciendo reír a los varones y rabiar a las niñas.
– Bueno -dijo la Secretaria cuando hubo entrado a la clase y de frente a los bancos -hoy Cristina no viene.
Se hizo silencio.
– Los vamos a repartir en otras clases…
Se oyeron algunos murmullos en la fila de atrás.
– Les pedimos que se porten bien y trabajen en lo que les den para hacer las otras maestras.
Y comenzó la división del grupo. Algunos pidieron ir a Jardinera; ¡claro, era divertidísimo hacerse el grande!
– Además, a mí ya me conoce. Yo me porto bien -dijo el Gordo Ramírez.
– A mi me gusta sexto porque está mi hermana y la maestra es buenísima. -dijo Marianela con su vocecita dulce.
Y la secretaria, que también era buenísima, trató de conformarlos a todos, también a las maestras.
Tomó a una nena de la mano y salió dirigiendo la caravana por la escuela.
– Y ustedes por hoy se quedan con Beatriz, en 3o B – dijo la Secretaria al último grupito de tres niños entre los que estaba Nicolás.
– ¡A ver cómo se portan!
La Secretaria abrió la puerta del salón de Beatriz y le explicó a ella la situación.
Los dejó y salió.
Beatriz los ubicó en el fondo de la clase. A Nicolás le tocó sentarse solo en el último lugar de la columna de bancos, junto a la ventana. Los vidrios estaban empañados.
Se sacó la mochila y la dejó a su lado. Miró a sus dos compañeros: Federico y William. Estaban en la otra punta, junto a la pared y a la biblioteca y por la actitud supuso que cambiaban figuritas.
Beatriz había anotado algo en el pizarrón. Nicolás leyó «Desembarco de» y no pudo seguir leyendo porque los niños de adelante no le permitían ver más. Miró hacia la izquierda. A través de la ventana el patio se veía como pintado con acuarelas. Los árboles eran manchas borrosas, el cielo estaba tan gris…
Beatriz seguía hablando; cada tanto preguntaba algo y se levantaban algunas manos. Había murmullo en la clase. Nicolás casi no lo oía. Miraba ahora las pequeñísimas gotitas en los vidrios.
Entonces apareció un redondel que luego fue una cabecita… un triángulo que fue un cuerpo… las líneas de los brazos, las manos, las piernas y los pies. Luego un montoncito de pelos y por último dos puntitos los ojos y una curva para hacerlo sonreír.
– Hola – le dijo muy bajito Nicolás y sonriendo le mostró la punta mojada de dedo índice – Estoy aburridísimo ¿y vos?
El dibujito lo miró.
A Nicolás le pareció que sonreía más. Quedaba muy gracioso dibujado sobre las hojas doradas. Por la punta de un pie del muñequito vio a Celia pasar con la escoba y el tarro de basura.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Beatriz a Nicolás al llegar junto a él con una hojita en la mano.
– Nicolás -contestó sorprendido Nicolás girando la cabeza y mirando a la maestra.
– Te traigo estas operaciones para que practiques. Si no entiendes algo me preguntas. No hay apuro. Cuando termines me la llevas al escritorio.
Nicolás no alcanzó a contestar cuando Beatriz ya estaba diciendo a sus alumnos
– ¡Trabajen… no pierdan tiempo! Andrés, estás distraído. Silvia, no converses.
Nicolás miró a Federico y a William: los dos escribían. Miró la hojita: había sumas escritas con bolígrafo azul.
Nicolás se puso a hacerlas. Cuando terminaba la primera se acordó y miró hacia la ventana.
– ¡Ay, no! No llores – susurró Nicolás al dibujito, pero las gotitas habían resbalado de los puntitos de los ojos, corrían por el cuerpo y le mojaban los pies.
– ¿Terminaron? – se oyó la voz de Beatriz.
Nicolás miró el dibujito que chorreaba cada vez más, se miró la punta del dedo índice, luego tomó el lápiz y por encima de donde había puesto la fecha comenzó otra vez: un redondel, un triángulo, unas líneas…
– ¡Hola! -susurró Nicolás luego de un momento al muñequito que lo saludaba desde un ángulo de la hoja.
El chiquilín sentado en el banco de adelante se dio vuelta.
– ¿Qué hablás, nene? – le dijo y se volvió a mirar el pizarrón.
Nicolás sintió ganas de reírse cuando vio el borrón mojado que había quedado en el vidrio de la ventana.
– ¿Viste? – pensó mirando la mano que lo saludaba en el borde de la hoja – casi te ahogás pero ahora estás a salvo y para que no te caigas… – Le dibujó un escalón en el que pararse.
Sonó el timbre.
Se oyó ruido de papeles, bolsas de nailon, bancos que se arrastran y un momento más tarde estaban todos en el patio.
Ya no llovía pero todo estaba como barnizado, los escalones que bajaban al patio, el barro y los charcos, las hojas de los árboles, el muro de ladrillos.
Nicolás miró hacia las ventanas del piso de arriba.
– Una de esas es la de Beatriz – pensó – Me olvidé de decirle a… ¡no le puse nombre! que se quedara quieto y me esperara. Yo puse la cartuchera arriba de la hoja – siguió pensando mientras desenvolvía un alfajor- así que…
– Nicolás… ¿jugás? – le gritaron unos amigos y allá fue a correr un poco.
En la fila de Beatriz, William, Federico y Nicolás eran los primeros.
Al entrar en el salón, Nicolás fue enseguida a su lugar a ver si estaba. Sí, lo estaba esperando, juicioso, en el borde superior de la hoja.
– Bueno, chiquilines, entreguen los trabajos.
Nicolás, Federico y William también – dijo Beatriz.
– ¿Y ahora? Tenía que terminar las operaciones y no podía entregar la hoja con su dibujito. Nicolás terminó rápido la tarea para poder pensar.
– ¿Qué hago? – entonces giró hacia la izquierda y vio el borrón mojado chorreando en la ventana, luego miró la goma de borrar y…
– Muy bien -le dijo Beatriz a Nicolás cuando le entregó la hojita con las operaciones corregidas.
Y Nicolás miró el margen de la hoja sobre la fecha que había escrito. ¡Estaba limpito!
Cuando llegó la hora de la salida formaron dentro del salón, a lo largo del pizarrón.
Nicolás vió dos pedacitos de tiza que Beatriz no había guardado y miró la esquina del pizarrón. ¡Que ganas!
– Las esquinas de los pizarrones son las más nuevitas – pensó Nicolás.
La salida se demoraba. Entonces lo dibujó chiquito ahí en el pedacito negro de la esquina del pizarrón: un redondel, un triángulo, unos puntitos…
– ¡Vamos! -dijo Beatriz.
Nicolás no se movió. Entonces arrancaron a caminar primero las niñas. Nicolás sintió que lo empujaban y le gritaban. ¡Pero él no se podía ir! ¡No lo podía dejar. No podía dejar su dibujito en la escuela! Juntó fuerzas, empujó y codeó hacia atrás y luego de unos movimientos rápidos se guardó la mano derecha con el índice lleno de tiza, en el bolsillo.
Cuando llegó a casa mamá le gritó desde la cocina.
-¡¿Nicolás?! Ya voy… Andá lavándote las manos… Sacate la túnica.
Nicolás entró a su dormitorio. Menos mal que no había llegado su hermano Rodrigo; además tenía que hacerlo antes de que llegara mamá. Se metió debajo de la cama.
– ¡Pero…! ¿Qué hacés, Nicolás? – le preguntó la madre cuando lo vio salir de la cama.
Pero Nicolás no llegó a contestar porque mamá le decía – La leche está servida. Andá que se enfría.
– Tranquilo – pensó Nicolás – está hecho con lápiz; mañana lo borro de la pared, me lo llevo y mamá ni se entera.
Y así fue como nadie se dio cuenta, que a veces llevaba a su dibujito en la libreta de deberes o en la goma de borrar, o en la punta de una crayola; otras veces, cuando se bañaba, lo hacía esperarlo en el espejo del botiquín del baño y otras comían juntos el puré.
Un día lo dejó en un estante muy alto de su cuarto pero no mucho rato porque le pareció que estornudaba. ¿Sería alérgico al polvo?
Días y días anduvo Nicolás con el dibujito en la punta del lápiz o en la punta del dedo índice… o en el tenedor.
– En fin, cuando llegue el verano – pensó Nicolás – voy a llevarlo a la playa para que se bañe con las olas de la orilla y a lo mejor lo invito con un helado.

Un dibujito en la punta del lápiz
Ediciones ROSGAL – 1994
Ilustraciones: Rosana Machado

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