Capítulo 11 – Don Enrique Henríquez

Desorden de papeles, cajas y carpetas

  –Mirá la biblioteca esta. Es del año del ñaupa. Acá tiene una chapita de metal. Fijate qué dice. Estoy sin los lentes.

  –No sé por qué no los llevás con una cadenita, colgando. Salí que me fijo. Nos vamos a agarrar una peste en este desorden de pulgas, de mugre. ¡Pff! ¿Quién me mandó hacerte caso, digo? Solo yo me embarco en estas cosas. ¡¿Y ahora te vas?!

  –Voy a buscar los lentes. Es una corrida y vuelvo.

  –¡No vayas corriendo que…! ¡Que lo tiró! Solo yo, te digo –habló la mujer en voz alta mientras su compañero salía a buen paso.

  Raúl Méndez, el Coco como le decían, y Melisa Ortiguera habían pedido permiso para revisar los trastos arrumbados en una oficina del cuarto piso del edificio que había sido de un Ministerio, antes de que tiraran todo abajo o se lo llevara el basurero junto con otras tantas decenas de bolsas con desechos. A Melisa le había contado una vieja funcionaria de la Oficina de Archivo Multimedia, división oficial inexistente ya por aquel entonces, cerrada hacía años, que allí habían quedado cantidad de libros, fotografías, cajas con diapositivas, carpetas, biblioratos y archivadores repletos de registros, viejas encuestas, cartas manuscritas antiguas, discos de pasta con grabaciones musicales que se prestaban a los centros educativos… A nadie le interesaron en su momento y allí quedaron, rastros perdidos, memorias olvidadas.

  Melisa se sentó en un banquito de madera y pensó: “Ya me pica todo. Solo Coco piensa que nos vamos a llevar alguna porquería que valga la pena”. Giró en el asiento y miró con detenimiento el abandono de los muebles olvidados, algunos escritorios de contornos oxidados, sillas amontonadas en un rincón, cajas de madera con telas que podrían haber sido cortinas, un resto de venecianas de plástico de un verdoso decolorado colgando de una de las ventanas que daban a la calle Bartolomé Mitre en la Ciudad Vieja de Montevideo. Había varios vidrios rotos por donde se colaba el viento frío y húmedo de junio. El cielo encapotado oscurecía aquella hora cercana al mediodía.

  “No prendo una luz ni loca; todavía me voy a quedar electrocutada. Y va a llover encima del frío que hace” –pensaba Melisa.

  Una ráfaga leve levantó algunos papeles que, a fuerza de mojarse y secarse periódicamente con las lluvias, luego de veranos e inviernos, otoños y primaveras pasados, amarilleaban solitarios o en montones y se arremolinaban con restos de papeles ajados y sucios como buscando un final más digno.

  “¿Por qué razón se escriben tantos papeles que luego se desechan? A lo mejor fueron importantes en su momento; a lo mejor tuvieron valor para alguien… ¿Quiénes decidieron abandonar tantas hojas escritas?” –pensaba Melisa. “Si había discos de pasta o colecciones musicales de himnos patrios como dijo Lucema, a menos que estén en la bibliotequita cerrada esa, alguien se los llevó. Algunos chorros para venderlos en la feria, de repente. Añares lleva todo esto abandonado acá, juntando polvo, ratones, polillas y familias enteras de cucarachas y arañas. Dale, Coco. Me estoy congelando. La oficina nuestra está acá a la vuelta. ¿Qué tanto demora?”.

  Melisa se levantó para mirar la chapa de metal atornillada en la madera de una de las esquinas del mueble.

  Un trueno sonó bastante amenazador aunque lejano. Había comenzado un relampaguear tembloroso.

  Miró de cerca la inscripción en el metal ovalado. “Piedras de Molle – Dirección”.

  “Piedras de Molle. ¿Dirección? ¿Dirección de qué? ¿Correo? ¿Biblioteca? ¿Policía? ¿Dónde es Piedras de Molle?”

  Melisa empujó un poco, con cuidado y cierto recelo, una de las puertas de aquella clásica biblioteca escolar, de las tantas que había visto en los salones de la escuela a la que había concurrido. Pensó entonces que podría haber sido de un salón de clase en ¿Piedras de Molle? Sonrió. A lo mejor había trabajos escolares, cuadernos de niños, bloques de hojitas rayadas, alguna caja de cartón con tizas blancas, alguna escuadra de madera para pizarrón… O era la biblioteca de los mapas, enrollados y con el hule resquebrajado, con geografías de países lejanos y del Uruguay con los ríos y la división departamental. Eso siempre estaba en el escritorio de la Directora.

  ¿Dónde podría estar la llave? Se acordó de su maestra de 5º año. Ella siempre tenía una segunda llave colgando de un clavito del lado de atrás de la biblioteca.

  Con cuidado corrió hacia adelante el mueble que estaba contra la pared.

  “Qué pesado está esto. Debe estar lleno de cosas” –pensó Melisa.

  La madera se sentía húmeda y olía a humedad.

  “Si meto la mano acá atrás y sale una cucaracha me desmayo”.

  Se sacó los guantes de lana y los guardó en el bolsillo de su abrigo. Afuera estaba cada vez más oscuro. Se escuchaba el tránsito pesado de los trolebuses yendo y viniendo por la calle Sarandí.

  Melisa arrastró un poco más la biblioteca separándola de la pared. El fondo del mueble era de alguna especie de fibra de madera reblandecida y arqueada, con varias rajaduras longitudinales. No existía llavecita colgada de ningún clavo. Tal vez si tiraba un poco de las partes rajadas podría abrir un hueco. Parecía fácil sacar una lonja. Melisa miraba con atención cuál sería más fácil de arrancar. En el medio estaba la parte más abombada y al parecer la más debilitada por la humedad. Algunos clavitos cerraban arriba, abajo y los costados. A lo mejor, haciendo un poco de fuerza podría desclavar el fondo. Dudó. Se le podía caer todo lo que había adentro sobre el piso mugriento. De repente acá estaban los long play o los simples con los himnos. Un tesoro si aparecía eso. Nunca estarían mejor guardados que en su casa, sin duda. «¿Habría colecciones de música? ¿Folclore o clásica? ¡Y los himnos nacionales de América!»

  Melisa se animó y tironeó de una esquina medio despegada, a la que faltaban clavos. La madera se dejó doblar como cartón y sin siquiera un crac se abrió un hueco que permitía ver, casi en sombras, una pequeña porción del interior.

  “Las hojitas de bloc. Yo sabía” –pensó. Las sacó con cuidado. Eran hojas de papel pero no de bloc escolar. Estaban atadas con un fino cordel de cáñamo. Eran un montoncito. Viejas, añejas o muy avejentadas por el mal encierro.

  Melisa soltó con cuidado el lazo, con el cuidado del que sabe que tiene en su manos algo frágil, algo que podría deshacerse al tocar.

  »¿Cartas? ¿Cartas de amor recibidas o nunca enviadas? Sentía estar abriendo un diario íntimo, correspondencia que no le pertenecía. ¿De dónde habrían partido? ¿A dónde deberían haber llegado? ¿A quién? ¿Qué hacen en una biblioteca escolar?»

  Se puso de pie con el pequeño fajo en las manos. Dejó el hilo sobre la biblioteca y con esfuerzo trató de leer lo escrito en la primera página. Casi debía adivinar las letras desteñidas, de trazo elegante, antiguo, como había visto en cuadernos escolares antiquísimos conservados en una valija en su casa de infancia. “Para don Hilario Bastida. Poemas”

  Separó con esmero de cirujano las hojas amarillentas, escritas a mano, con tinta azul. Los hongos habían cubierto algunos fragmentos, otros tenían manchas amarronadas. Algunas páginas estaban adheridas entre sí. Los contornos desiguales del papel, carcomidos por el tiempo, ¿o por los ratones? Las dispuso en orden sobre la biblioteca.

  Levantó la primera hoja del montón. Había una tarjeta. No todo estaba nítido. Había espacios aguados, otros borroneados, algunos ilegibles. Faltaban palabras, frases. Una pena. Melisa imaginó la pluma, el tintero y la mano que había escrito aquellas líneas.

  El encabezamiento decía: “Piedras de Molle. 18 de septiembre de 19… Querido amigo”

  Del cuerpo de la carta habían desaparecido palabras, había algunos trazos en los que debía adivinarse lo escrito. “Dejo a su criterio … versos… postrer tiempo de mi vida. Si gusta publicarlos, mi corazón de poeta… Por tantos años pasados de difusión de mis escritos… ofrecer a mi querido pueblo de Piedras de Molle las letras que mi pluma… alma.

  En la despedida podía leerse: Saluda con respeto y estima D. Enrique R. Henríquez”.

  Melisa estaba maravillada con el hallazgo. ¿Quién era este poeta Henríquez? ¿Sería uruguayo? ¿Quién habría sido o era Hilario Bastida? ¿Un editor? ¿De dónde? ¿Montevideo? ¿Buenos Aires?

  Con enorme cuidado separó las hojas que pudo.

  Ocupando unos cuantos renglones estaba el título en preciosas letras inclinadas, armónicas, perfectas; poco más abajo el texto en letra inglesa

Al Molle

Cada lugar de la tierra

Tiene algún sello evidente.

Montevideo, hermoso fuerte

Plaza arbolada que oye

Cantos de aves hermosas,

Puerto en penillanura grandiosa

Y campos con sombra de molles.

Sombra grata y extendida,

Habita la calma en su verde.

Y cuando en el sueño se pierde,

El gaucho en su cabalgar

Es el molle generoso

Que da resguardo a los hombres,

Sin preguntarles su nombre,

Y ofreciéndoles su paz.

  Separó la siguiente hoja y continuó la lectura

Da mieles y frutos,

pimienta,

raíz, madera y follaje.

Hay un lugar de mi tierra,

En do sus raíces entierra

Y se yergue con afán.

Si a los molles lo aparejan

con ceibo, ombú o cina cina,

Contestan con hidalguía:

“No nos dobla un huracán”.

  Las siguientes páginas estaban tan pegadas que Melisa no se animó a separarlas.

  Buscó en las otras.

  El cielo se oscurecía cada vez más. Encontró otro poema “En la laguna”. Pasó otras páginas: “Breve canto a la Patria”, “Los cuervillos”

  –¡¿Qué hacés acá todavía?! –Coco entró casi a los gritos, tanto que sobresaltó a Melisa que seguía extasiada.

  –¡Me asustaste! Mirá lo que encontré. ¿Y vos, dónde estabas? Te fuiste y me dejaste plantada acá.

  –Fui a buscar los lentes y me encontré con Aicardi. Te esperamos en la cantina, para almorzar, como siempre.

  –Dijiste que volvías, Coco. No importa. No tengo hambre. Gracias.

  –Si te quedás te agarra la lluvia y la radio anuncia granizo.

  –Vos de trabajar sentado en la oficina, nada ¿verdad?

  –¿Y vos? Yo pedí para venir a revolver acá.

  –¿Vos? ¿Y yo qué? Le hice todo el cuento de los archivos que se podrían encontrar acá. Y encontré. Esto encontré –dijo Melisa señalando las páginas colocadas sobre la biblioteca.

  –¿Y los discos?

  –No encontré los discos. A lo mejor también están ahí adentro. Está pesadísimo el mueble este.

  Un trueno sonó cercano. Temblaron las ventanas.

  –Vamos –sugirió Coco. –Comés algo, te tomás un cafecito y cuando quieras acordar, entre cigarro y cigarro, nos vamos. Mañana marcamos tarjeta, subimos, le decimos a Lamonte que todavía no miramos todo y nos venimos para acá.

  Melisa miró hacia la calle. Empezaba a llover suavecito. Seguía tronando.

  –“E quando tuona, piove”, dice mi abuela –pensó en voz alta. –Dale, Coco. Mañana volvemos. ¿Qué le decimos a Lamonte?

  –Que es una parte del artículo que pidió el museo y que estamos encontrando cosas muy interesantes…

  –¿Estamos?

  –Y sí. Mañana venimos y buscamos los discos. Dale.

  Coco, Raúl Méndez, dio media vuelta y caminó hacia la escalera.

  –Salgo, Melita, cariño. No traje paraguas y no pienso empaparme en esta cuadra.

  Melisa recogió las hojas y el cordel y con cuidado los metió bajo su abrigo.

  Mañana volverían.

  Se escuchó la voz de Coco saludando con energía al guardia apostado a la entrada y gritó. –Van a cerrar. Bajá que está empezando a llover.

  –¡Voy!

(continuará)

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2 respuestas a «Capítulo 11 – Don Enrique Henríquez»

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