Capítulo 9 – Azucenas y adelfas

  Eran casi las siete de la mañana cuando Ernesto “Lopecito” López encendió la radio en la cocina de su casa.

  “…ofertas imperdibles de Casa Peña que lo espera en la clásica esquina de Rodó y Defensa”. Se hizo una breve pausa, sonaron los primeros compases de la Marcha fúnebre de la Sinfonía Nº 3 de Beethoven y con la música de fondo el locutor anunció con voz clara y profunda: “Necrológicas. Empresa Santa…”

  No se quedó a escuchar las necrológicas; ya bastante era tener que cerrar la funeraria “López y Lespera” que había heredado de su padre y el socio en Piedras de Molle. “Y dicen que lo que nunca se funde son las empresas fúnebres ni las casas de citas”, pensó mientras hacía una mueca que no llegaba a sonrisa.

  El caso es que el último cliente de la empresa familiar se había ido, por decirlo de alguna manera, la semana anterior. En otro rubro, las chicas de “La casa de Rosa”, luego del fallecimiento de la dueña, gerente y directora, Madam Rosa, se habían ubicado en otros burdeles de diferentes localidades y de la capital del departamento; Montevideo era una plaza difícil en aquellos tiempos.

  Era un día bastante caluroso aunque estaban a fines del verano. Los árboles de la quinta ubicada detrás del edificio de la empresa comenzaban a ponerse de un verde avejentado, como cansados de tanto sol y calor.

  Ernesto caminó hasta el depósito en donde se guardaban los féretros, puso comida para los gatos que habitaban ahí y los llamó golpeando sin demasiado entusiasmo los platos de lata. Cuando vio que los cinco gatos iban apareciendo sin ruido, algunos por sobre los ataúdes y otros saliendo sin apuro de adentro de los cajones donde dormían, los saludó con un lacónico –Buenos días, tropa –.

  Se dirigió a la quinta y cuando empezaba a regar algunas plantas escuchó que alguien llamaba desde el frente golpeando las palmas.

  –¡Buenos días! ¿Señor López? ¿Señor Lespera? ¡Buen día! – decía una voz de mujer.

  Ernesto López dejó la manguera, cerró el pase del agua y secándose un poco las manos en el pantalón tomó el caminito de tierra, que el pasto iba invadiendo de a poco, hacia el frente del edificio de la empresa funeraria y casa habitación a la vez.

  Lo sorprendió ver a la persona que estaba tratando de descorrer el cerrojo de una verja bastante despintada que daba entrada al jardín delantero. Nunca hubiera imaginado una visita así y menos a esa hora de la mañana. Iluminada por el sol tempranero, una joven mujer se esforzaba tratando de abrir la oxidada tranca de metal.

  –Buenos días. Espere que ya le abro –dijo Ernesto con una amplia sonrisa. Todo el hastío, la acritud y la rutina se deshicieron como por encanto, por el encanto, podría decirse, de la aparición inesperada de la joven.

  Ella levantó la cabeza. Tenía una cabellera larga, castaña, clara y enrulada, que llevaba suelta bajo un sombrero de ala ancha y floja que hacía sombra a su rostro. Vestía pantalones estilo Oxford, una blusa ajustada bajo un colorido chaleco tejido en croché y un bolso con mariposas bordadas cruzado en bandolera; todo muy exótico y raro para lo que se acostumbraba ver por Piedras de Molle. Se sacó los lentes de sol demasiado grandes, tal vez, para su rostro y miró a Ernesto directo a los ojos.

  –Busco a López –dijo.

  –Soy López –respondió Ernesto

  –¿Me abrís, López?

  Ernesto volvió a sonreír. Por el acento y las maneras la muchacha no era, ni por asomo, de la zona. Apresuró el paso y al descorrer el cerrojo y acercarse a la joven sintió su perfume. “Mucho perfume para esta hora. En guardia, Lopecito”, pensó.

  –Ya no brindamos servicio fúnebre, señorita… ¿Cuál es su gracia?

  –¿Mi gracia?

  –Su nombre.

  –Adelfa Ochoa.

  –Encantado, señorita Ochoa. Soy Ernesto López. Mi padre y su socio, el señor Lespera, fallecieron hace un tiempo.

  –Uh, qué pena. Lo siento mucho.

  –Pase. Venga. ¿Quiere tomar algo? ¿Té? ¿Café?

  Se ubicaron en la salita de la empresa. Ernesto abrió las cortinas y la luz de la mañana pintó el descuido de un sitio que pronto va a ser abandonado. Tapados bajo sábanas rústicas había un par de sillones individuales que Ernesto descubrió y ofreció a la visitante. Estaban viejamente tapizados en color granate oscuro, haciendo juego con los gruesos cortinados de las ventanas. Había algunos pocos muebles cubiertos por una fina capa de polvo, una alfombra arrollada sobre un costado y algunos cajones para embalaje cerrados y acomodados en tres pilas de a dos. La lámpara de caireles mostraba el trabajo de arañas reales que la habían adornado con sus telas.

  –La casa de Drácula, próximo estreno –murmuró Adelfa casi para sus adentros mientras tomaba asiento

  –Perdone. ¿Me habló?

  –No. Me preguntaba sobre su negocio.

  –Nada en particular. Una empresa de pompas fúnebres como cualquier otra. La diferencia es que teníamos un carpintero y un ayudante y los cajones los hacíamos acá, por encargo, aunque teníamos algo en depósito por las dudas. A veces con las crecidas se perdían algunas vidas de la gente de más lejos. Las crecidas a nosotros nos cerraban los caminos pero nunca llegaron al pueblo. Claro que a veces estábamos un tiempo sin poder llegar a la capital. A la capital del departamento.

  Adelfa escuchaba y mientras tanto miraba el entorno.

  –¿Acá guardan ataúdes, todavía? –preguntó entre la fascinación y una cierta inquietud, aunque Ernesto López parecía un tipo común y corriente, medio antiguallo, como todo lo que había visto hasta el momento.

  –Acá mismo… Bueno acá, acá, no –aclaró señalando la habitación –. En el galpón. Aunque a mi padre y mi tío, el socio de papá, Lespera, les gustaba llamar depósito. Decían que sonaba mejor.

  –¿Puedo ver?

  –¡Claro! Venga. Puede dejar sus cosas acá. No hay nadie. Bueno –dijo bajando la voz –, humano, nadie más.

  Adelfa Ochoa, sin prestar atención a tanta palabrería, dejó el bolso sobre el sillón en que estaba sentada, puso los lentes sobre él y colocó el sombrero en el otro asiento.

  Salieron a la luz y al calor que en contraste con el interior del edificio, frío y en penumbra, parecían mucho más intensos. Caminaron por el costado de la casa hasta llegar al galpón y la quinta lindera.

  Las puertas abiertas del depósito permitían ingresar sin necesidad de más iluminación.

  Recostados a una pared había dos féretros de madera en bruto y con las tapas a un costado. Sobre una mesa de carpintero, un ataúd a medio pulir y sobre un banco, un crucifijo deslustrado. En el piso algunos tablones que hubieran tomado forma adecuada para contener a algún fallecido, cajas para embalaje, algunas urnas rústicas, trozos de mármol o de algún tipo de piedra con forma de lápida sin grabar, cruces católicas en madera y, adherida en algunas, una pequeña figura en metal de Cristo en la cruz.

  –Como ve, estábamos tratando de ampliar la oferta con urnas, accesorios. Íbamos a ofrecer también jardineras y macetas para las flores que llevan los deudos al cementerio, sobre todo el 2 de noviembre, el Día de los Santos Difuntos. Pero… la gente se fue yendo del pueblo por una cosa u otra y el Lolo Martínez que era un tipo macanudo, que pasaba dándonos consejos acerca del negocio, se fue a Montevideo después de que quedó viudo; cerró el el quiosco y ya no supimos más. Fue un tiempo antes, hace unos años que teníamos un buen negocio y que daba buena plata –contaba con entusiasmo Ernesto girando la mirada para abarcar todo el lugar y deteniéndose finalmente en la estantería de uno de los rincones donde se podían ver viejas dentaduras postizas resecas, que el tiempo había amarrilleado y las hormigas encargado de limpiar a fondo. Dentaduras como aquellas que ofrecía el Lolo en su quiosco a circunstanciales clientes que necesitaban de las piezas dentarias para cubrir sus encías desnudas.

  Adelfa estaba inmóvil. La fascinación divertida se había transformado en una cierta inquietud. Miraba con los ojos exageradamente abiertos la tapa de una de las cajas de embalaje que había comenzado a descorrerse sola. Por suerte no había seguido la mirada de López porque podía haberse desmayado sin más de haber visto las dentaduras sonriéndole desde el rincón opuesto.

  Un suspiro que no llegó a ser grito hizo que Ernesto dejara de observar las dentaduras del estante y mirar a Adelfa primero y luego la caja.

  –Ah… Es Sánchez, le gusta dormir adentro de las cajas –explicó Ernesto.

  –¿Sánchez? –murmuró la joven.

  –No se asuste. Sánchez es simpático y buen cazador. Imagine que sin gatos esto estaría lleno de ratones y alimañas.

  Al descorrerse totalmente la tapa apareció la cabeza peluda de un gato negro, renegrido, que de un salto fue a dar al piso de tierra casi sin ruido. Se estiró sin apuro y comenzó a asearse.

  –Son cinco si no hay algún invitado o invitada: Sánchez, a quien acaba de conocer, Machado, Ventura, Delbianco y Castañeda –agregó Ernesto.

  Adelfa estaba muda. Parpadeó dos o tres veces y sonrió con los labios apretados. Retiró el cabello que caía sobre sus hombros hacia atrás y luego cruzó los brazos.

  –No tenga miedo de los gatos.

  –No tengo miedo a los gatos.

  –Son una buena compañía. Silenciosos y guardianes.

  –¿Guardianes?

  –Cuidan la casa, alejan a los malos espíritus y convencen a los espíritus que no quieren abandonar esta tierra para que sigan su rumbo a donde les toque ir, cielo o infierno. Creencias de la gente mayor. Venga. Sígame. Le voy a mostrar la quinta.

  –Sí, mejor. Conozco más de plantas y de flores que de gatos. Mi padre tiene una florería en el barrio La Chacarita en Buenos Aires.

  –Qué casualidad, ¿no? Lástima que está lejos. Podríamos haber hecho negocio juntos. Funeraria y florería. Habría sido perfecto. Déjeme después los datos de su padre. Esto que ve ahí son los frutales y una huerta con verduras. Bueno, había verduras pero como ya me voy no planté el año anterior, ni este, claro.

  Adelfa miró los árboles: limoneros, naranjos, dos o tres manzanos, ciruelos, todos polvorientos. Ya se le hacían macabros también bajo el sol brillante. Se miró las botas blancas manchadas de tierra y sintió unas enormes ganas de irse rápido. Siguió los pasos de Ernesto que los condujeron hasta un cuadrado de tierra separado de la huerta con unas plantas bien distintas de las de un huerto familiar.

  –Estos son floripondios o burundanga como le dicen en Cuba. Estas lindas flores violáceas son de acónito o matalobos. Es tan delicada como peligrosa. Aquellas son cicutas. Son parecidas al perejil pero, ¡ni se le ocurra ponerlas en la ensalada! La belleza y la muerte: una mágica combinación –Ernesto explicaba con parsimonia y orgullo.

  –¿Se imagina una parte de la florería de su papá con una exposición de flores raras y peligrosas? Y –habló en tono de advertencia –cuidado con las azucenas, acá no planto porque son peligrosas para los gatos.

  Adelfa estaba tan asombrada que le costaba pensar con claridad. La palabra azucenas resonó en sus oídos y regresó a la realidad. Una vieja empleada de su padre, Azucena Benditto, le había pedido que, ya que tenía que ir a Montevideo, visitara la localidad de Piedras de Molle, donde ella había vivido un tiempo. Estaba a pocas horas de la capital uruguaya, según le dijo; no era difícil llegar. Le había contado de la plaza, de la laguna, de la iglesia y que tenía muy buenos recuerdos de los señores López y Lespera. Era muy importante que la carta que ella le entregaba llegara a manos de Ernesto, el hijo de López. “Tito tiene que leer esto. Es muy importante para que pueda entender”, recordaba que le había dicho. “Él es una persona muy dulce. En el pueblo pedí por Ernesto López”.

  Ernesto López no le parecía a la joven ni dulce ni adorable ni… ¡Normal! Era más bien algo más que raro, diría que extravagante, chiflado, psicópata rural, potencialmente asesino en serie que andaría enterrando a sus víctimas por ahí.

  Adelfa interrumpió sus pensamientos y el recitado del catálogo de la colección particular de plantas mortíferas y habló con apresuramiento.

  –En un rato viene el taxi a buscarme. Quedé en almorzar en la ciudad y después tomarme el tren hasta Montevideo. Hoy mismo tomo el vapor de regreso a Buenos Aires.

  –Ahhh…

  –Le dejo los datos de mi padre –dijo mientras pensaba que, por la dudas, no le iba a entregar la carta de Azucena hasta que hubiera subido al taxi.

  Al regresar al recibidor, Adelfa vio a un gato blanco y negro descansando sobre su bolso y a otro atigrado sobre su sombrero.

  Ninguno de los dos felinos abrió un ojo al escuchar los pasos de Ernesto y la muchacha.

  –Vea –dijo Ernesto –. Este manchado se llama Machado y el insolente sobre su sombrero es Castañeda. Ventura y Delbianco son gatas; son muy gentiles pero tímidas. Se las ve poco. A Sánchez ya lo conoció.

  –Necesito el bolso y el sombrero –dijo Adelfa. –Creo que escuché una bocina.

  –Sí, claro. Disculpe. ¡Machado! ¡Castañeda! –Ernesto golpeó sus manos tres veces y los gatos saltaron de inmediato al piso.

  Rápidamente Adelfa se colocó el sombrero sin preocuparse demasiado por su apariencia y tomó el bolso. Buscó casi desesperadamente las tarjetas de la florería de su padre que llevaba consigo y, nerviosa como estaba, puso una sobre la mesa pero algunas cayeron a sus pies.

  Sonó, ahora sí clara y repetidamente, la bocina de un automóvil.

  –¡Vino el taxi a buscarme! –casi gritó Adelfa. –Justo a tiempo, ¿no? Justo a tiempo –repitió a la vez que se dirigía a la puerta apresuradamente.

  –Adelfa, nadie tiene apuro en estos pagos. No corra. En Buenos Aires todos andan corriendo pero acá, en Piedras de Molle, todo va despacio.

  “No corro, no tengo miedo, no pasa nada, el taxi está en la puerta. Si no salgo, el chofer va a entrar a buscarme”, pensaba Adelfa que retomaba la compostura para continuar caminando con calma.

  Ernesto había tomado la tarjeta que estaba sobre la mesa y la miró.

  “Florería Reina del Plata de Beleño Ochoa e hijos”, decía en adornadas letras negras. Más abajo aparecía una dirección y un teléfono de Buenos Aires.

  Adelfa estaba fuera de la casa y caminaba hacia el taxi estacionado en la puerta.

  –¡Ya estoy con usted! ¡No se vaya! –decía saludando con la mano libre porque en la otra, casi arrastrándolo, llevaba el bolso con la mariposas bordadas.

  Ernesto apareció en la puerta. Caminó por el sendero hacia la entrada mientras se preguntaba: “¿Todos los porteños serán así? ¿Andarán siempre a los gritos y a lo loco? Gente rara. Le podía haber comentado que el beleño y la adelfa también son plantas tóxicas. Qué casualidad, ¿no? Podría haberle contado cómo envenenaban las flechas con beleño algunos pueblos antiguos y que hubo soldados de Napoleón que se envenenaron por comer cordero asado en estacas de adelfa. Adelfa… Laurel de flor, como le dicen acá”.

  Ernesto hacía adiós con la mano en alto.

  Al regresar a la sala para cerrar las cortinas y tapar los sillones encontró los lentes de sol de Adelfa Ochoa tirados en el piso. Los levantó. Miró las tarjetas caídas y pensó: “Buena excusa para viajar a Buenos Aires. ¿La mamá de Adelfa se llamará Hortensia? Ojalá no sea muy venenosa”. Y festejó su chiste lanzando una breve y ligera carcajada.

  Mientras tanto, Adelfa Ochoa se abanicaba con el sombrero dentro del taxi que levantaba polvareda por el camino de regreso a la ciudad. El sol hacía hervir el aire reseco. Abrió el bolso y revolvió buscando los lentes oscuros.

  –¡Los dejé en lo de López!

  –¿Se olvidó de algo, señorita? –preguntó atento el chofer. –Si quiere regresamos.

  –¡No, no! –respondió rápidamente Adelfa. –No hace falta –añadió con voz más calma.

  Y mientras se disponía a olvidar a López y a dar por perdidos los lentes de sol se acordó de la carta que Azucena Benditto le había pedido que entregara a López.

  –Ah…, no le di la carta… –dijo en voz alta.

  –¿Quiere dar la vuelta? –volvió a ofrecer el chofer del taxi.

  –No. ¡No quiero! No quiero llegar tarde. Tengo que tomar el ferrocarril a Montevideo.

  –Mire que nos da de sobra el tiempo.

  –No, gracias. Pero le voy a pedir algo. Le dejo pago este viaje y otro más. Cuando pueda regrese a la funeraria y le da esto –dijo mientras volvía a revolver dentro del bolso para sacar un sobre algo ajado. –Dígale que se lo envía la señora Azucena Benditto.

  El chofer clavó los ojos en el espejo retrovisor mientras el auto se zarandeaba entre los baches del camino

  –¿Azucena Benditto? ¿No se había muerto? –preguntó mientras procuraba esquivar otro pozo.

  Adelfa no respondió; no había escuchado bien entre tanto ruido, ni le interesaba conversar al respecto. Guardar silencio era lo mejor.

  “Azucena Benditto… Qué pueblo generoso Piedras de Molle”, pensó el chofer sonriendo con ligera sorna y asintiendo con la cabeza mientras se alejaba del poblado rumbo a la ciudad.

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2 respuestas a «Capítulo 9 – Azucenas y adelfas»

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