–Si ya se están riendo es porque el Lolo empezó con sus cuentos, ¿no? –dijo con una sonrisa.
–Es increíble la colección de cuentos que tiene Lolo. ¡Qué memoria! –comentó Melisa.
–Imaginación, también. No le crea todo lo que cuenta –acotó Américo.
El Lolo se rió con ganas. A pesar de los años, y de que era mayor que el fotógrafo Américo Fernández, conservaba un buen humor y un optimismo que el tiempo y la vida habían desvanecido un poco en Américo, de ánimo más tristón y nostálgico.
–Montevideo tendría que haber estado arbolado con molles –terció Lolo –, anacahuitas, cenicientos… Son todos “un regalo de Dios”, como diría el padre Ambrosio, los de matecito, los pimenteros; no hay duda, y si no que vengan los de agronomía y me desmientan, pero los de mi pueblo… únicos eran aquellos. ¡Los de Piedras de Molle eran mágicos! ¿Se acuerda, Fernández? Miel de molle, pimienta, unas hojas en té para el resfrío, cataplasmas para la tos, espantamoscas, cura para el mal de amores, sombra fresca, aire limpio, aire sano, ¡aire que falta acá en Montevideo!
–Sobra el viento acá, mucho viento, y en primavera cuando hace frío y con estas porquerías de pelusas que se meten en la garganta –. Fernández carraspeó.
–Por eso le digo. Habría que plantar más molles, espinillos, lapachos, guayabos…
–Yo no tenía ni idea del paraje donde vivieron. Me imagino el bosque de molles con sus pájaros, la laguna, el arroyo, las quebradas… Yo siempre viví en Montevideo. De chica…
–No hace mucho de eso –intervino Lolo con una sonrisa llena de picardía.
Melisa le sonrió y respondió con idéntica sonrisa pícara; luego continuó la idea.
–Cuando era “más chica”, digamos, solo iba en las vacaciones a las playas de Montevideo y el paseo de la escuela, lo más lejos, fue el Parque Lecocq y, alguna vez, a Minas. No conozco nada de afuera.
–¿Afuera o adentro? Porque como decía don Juan Bautista Pedernal, que en paz descanse…
–Pero Lolo, ¡si no sabe si se murió! –intervino Américo.
–Mire, don Américo, sin querer ofenderlo, ¿usted se acuerda de los años que tiene usted y que tengo yo?
–¿Qué decía el señor Pedernal? Director de la escuela, ¿no? –cortó Melisa porque estos dos caballeros solían discutir por minucias a cada instante.
–¡Un hombre serio, periodista y maestro! –aclaró Américo.
–Un colorado batllista de voz fuerte y convicciones fuertes. Se trenzaba con los blancos, con el cura Ambrosio principalmente. En invierno se ponía un sobretodo negro largo y a veces un gacho discreto o alguna boina; pocas veces. Porque don José Batlle usaba pocos sombreros y él también.
–Como que usted hubiera sido primo de Batlle, se conoce –ironizó Lolo.
–No. Pero era un batllista de dar pelea. Usted sabe que no era por asuntos de Dios que se trenzaban, Lolo. Era por cuestiones políticas. No me quiero meter en eso y menos ahora.
–¿Sabe de qué me estoy acordando ahora? De cuando iban cruzando la plaza en algún otoño y el cura Ambrosio iba de sotana blanca y don Bautista de sobretodo negro, tan largo como una sotana. Faltaba que uno llevara la bandera del Partido Nacional y don Bautista, la colorada.
–Disculpen, señores, ¿qué decían de adentro y afuera? –preguntó Melisa
–¿Qué estábamos diciendo, Américo?
–Hablando de don Bautista Pedernal, Lolo. Que no sabemos si falleció en Buenos Aires. ¿Se acuerda que se había casado con una española que había conocido en el barco cuando se jubiló y se fue a España de paseo?
–Pero luego se fueron a vivir a Buenos Aires –aclaró Lolo
–Capaz que lo corrió el peronismo. Esa parte, usted no la sabe.
–Nunca lo entendí a Perón. No entendí nunca con quién estaba a favor ni en contra –dijo el Lolo como pensando en voz alta.
Para Melisa era muy divertido, y muchas veces difícil, seguir el hilo errático de estas conversaciones. “No tener un grabador para conservar todo esto”, pensaba.
–Tampoco me interesa hablar de Perón, Lolo. Disculpe, señorita. Hablábamos de don Bautista.
–¿Qué era eso del adentro y el afuera? –insistió Melisa.
–Ah, sí. Ir para afuera. Cosa de uruguayos, más que nada de montevideanos que vivieron siempre en la “tacita de plata”. ¿Vio que los montevideanos dicen que se van para afuera cuando van al interior del país? –dijo Américo, el fotógrafo.
–Pero allá en el pueblo, nosotros decíamos: “Vamos para afuera”, cuando nos íbamos al campo, a la laguna, por ejemplo –aclaró el Lolo. –Por eso don Bautista siempre se preguntaba si estábamos afuera o estábamos todos en el mismo país. Era un colorado socialista, según me dijeron acá.
–No quiero hablar de política. Ni discutir con usted –retrucó Américo.
–En cambio había mucho blanco por allá. Ni quiera saber los Garmendia. Saravistas hasta el caracú. Hasta me parece que le habían hecho como un altar a Aparicio Saravia. El viejo se llamaba Oribe Garmendia, fijesé. Tenía flor de estancia. Algunos Garmendia habían muerto o peleado en alguna de aquellas revoluciones antiguas. También había herreristas, como el cura Ambrosio.
–¡Cómo insiste, Lolo! Deje quieto que la señorita Ortiguera quiere que le cuente otras cosas. Cuéntele de los escándalos del comisario Guerra, de la oficina del correo, del ferrocarril, de su quiosco, de las inundaciones, pero de política, no. No me gustan los políticos –terminó enfáticamente el fotógrafo.
–Usted porque es un anarquista.
–Usted porque desde que se casó con la señora francesa se puso muy politiquero. Aprendió, se ve. Usted aprende rápido. Tiene una parla que convence a un muerto y encima lo aplaude el del cajón de al lado. Debería dedicarse a la política. Esos ganan bien. ¡Chamuyeros, la mayoría!
Melisa escuchaba fascinada. Le parecía estar oyendo a los veteranos de su familia discutir cada domingo en las sobremesas de su infancia. Luego había llegado otra época y se habían enfurecido las opiniones. Estos dos hombres hablaban de un tiempo y un lugar que parecía muy lejano, casi irreal, como de obra de teatro o de programa de radio.
–¿Cuéntenme cómo llegaron a Piedras de Molle? –intervino Melisa.
–Empiece usted, Lolo, que es más viejo que yo –dijo el fotógrafo.
–Y bueno, ya que me dan el honor de cortar la cinta, empiezo.
–Pero no la haga muy larga, le pido, Lolo –dijo Américo agachando la cabeza y con una sonrisa resignada.
–Mire, Melisa. Yo nací acá, en Montevideo. Mi madre nos crió sola. Éramos cinco hijos. Cuando terminé la escuela, porque mi madre vivía repitiéndonos que era lo único que nos pedía, laburé de changa en el puerto; mucha fajina pero poca plata. Unos tíos de mi madre vivían en el campo y nos mandó, a una hermana y a mí, a vivir y aprender a ordeñar, plantar y, en fin, a vivir mejor; ella creía eso. Esta gente, mis tíos, los de mi madre, vivían cerca de un pueblo grande. Bueno, grande, grande, no. No tan grande como Montevideo o como…
–Dele, Martínez, apure un poco y no me lo adorne tanto –le cortó el fotógrafo
–No se ponga nervioso, don Américo –dijo Lolo. –Cuestión que entre yerras, esquilas, ordeñes, cañas…
–Mujeres… –susurró Américo, pero Lolo continuó como si no lo hubiera escuchado.
– Y tabas, los caminos me fueron llevando a Piedras de Molle. Un pueblito lindo y tranquilo. Cuando yo llegué era un puñadito de casas, con comisaría, iglesia, escuela… Estaban haciendo la plaza. Piedras de Molle siempre fue más plaza que pueblo.
Y mientras Lolo Martínez iba describiendo la plaza, los alrededores y los personajes, Melisa imaginaba cada detalle y rincón, como si fueran parte de una colección de fotos móviles en un álbum de memorias prestadas: la glorieta con las rosas trepadoras, la fuente, los parterres de hortensias, los bancos, los niños corriendo, los vecinos conversando, un par de guardias civiles fumando en una esquina, las fiestas patrias…
–Todas las fechas patrias los botijas de la escuela, maestros, padres y abuelos, ¡a la plaza! –contaba Lolo. Y continuó
–¡Qué templanza y estoicismo!, como dijera el poeta Henríquez.
–El eterno y único poeta del pueblo – terció Américo.
–¡Es claro! Mire que festejar al aire libre las fiestas patrias que acá en Uruguay caen en los meses más crudos de otoño e invierno… –siguió Lolo
–Y aguantando el fresquete, siempre y cuando no lloviera a cántaros o que el temporal de Santa Rosa no pegara justo el veinticinco de agosto. Yo creo que tengo algunas fotos de los actos que saqué algunas veces con un tiempo espantoso; más de una vez cayó agua a baldazos. ¿Se acuerda, Lolo? Más de una fiesta escolar hubo que suspenderla por mal tiempo. ¿Y la vez que se volaba todo?
–Varias veces –aseguró Lolo. –Como los actos de mayo, junio, julio y agosto se realizaban donde cayera la fecha, y siempre temprano en la mañana, había que ver cómo venía la cosa, si se podía. A menos que ya estuviera muy malo el día, se arrancaba igual.
–Se cantaba la marcha Mi Bandera, el Himno a Artigas y obviamente, el Himno Nacional, ¿no? –preguntó Melisa. ¿Recitaban los nenes?
–Está claro que sí. Claro, claro. Y como el piano estaba en la escuela había que sacarlo para la plaza.
Los dos veteranos se miraron y rieron a la vez.
–Creo que usted ya estaba allá, Américo, cuando una vuelta empezó con una lloviznita finita y después se largó el aguacero con granizo. Fue un agosto.
Me acuerdo una vuelta – respondió Américo– que estaba abajo del paraguas de una señora sacando fotos, como podía, para que no se me mojara la cámara, y llovía manso, pero por ahí, empezó a soplar de a poquito, poquito, poquito y se hizo una ventolina que se puso fiera. Se volaban las partituras, los paraguas, las túnicas de los pobres chiquilines, los papeles de los recitados del poeta…
–Y la parruqueta –agregó Lolo medio riéndose. –Desde ese día no la usó más. ¡Qué barbaridad! El viento se llevaba todo, se le vuela el peluquín y él, derechito, pecho erguido. Bajó de la tarima así, durito y del brazo de la esposa, Carmiña Ogaz, aprietan el paso y se meten en la confitería de Canale.
Lolo representaba, sin levantarse de la silla, los movimientos del poeta Henríquez en aquel desgraciado momento.
–Don Henríquez era un intelectual, Lolo. Hay cosas que no se cuentan. Tenga respeto.
–Los peluquine y los tupés los vendía don Entero Quijada, que también tenía barbería al lado del consultorio de su sobrino, el dentista Armando Quijada –siguió Lolo como si ni hubiera escuchado el comentario.
–Cuente lo de las dentaduras un día que no esté yo. Me parece una cosa… –Américo movía la cabeza a un lado y al otro con gesto de desagrado.
–Otro día le cuento, Melisa. Mire, don Américo, ¿se acuerda de otro temporal en fiesta patria cuando tuvimos que usar los manteles de hule?
–¡Cómo no! ¡La vez de los manteles de hule! Fue de Ripley –Américo empezó a contar entre risas. –Eso sí que fue de biógrafo. Arrancó el chaparrón de golpe y la pianista empezó, “guarden el piano, tapen el piano, ¡tapen el piano!”.
Américo levantó los brazos y agitando las manos reproducía los movimientos de la pianista y su desesperación.
–Eso fue el desconcierto total –siguió. –Las maestras con los chiquilines corriendo como locos para meterse en la escuela y encima les gritaban, “en orden, en fila, corran en orden”. Fue un desbande, un entrevero del demonio. Don Bautista quería tapar el piano con el sobretodo y la pianista con el moño del pelo todo deshecho, le decía: “yo sabía, yo sabía, director, pero no, ¡vamos a la plaza! ¡¿Por qué es tan terco?!”. Se armó un revuelo como si nunca lloviera en este país. Entonces llega el héroe de la película: el Lolo corriendo con los manteles de hule que tenía para la venta en el quiosco… Se le volaban… Metía fuerza contra el viento.
El fotógrafo no pudo terminar el cuento porque lo ahogaba la risa.
Los dos reían a carcajadas y Melisa reía también, porque la risa se contagia fácil.
Entre risas le contaron cómo habían cubierto el piano con los manteles y cómo la pianista, siempre tan compuesta, se había cubierto con uno, de lo más colorido, y había corrido despavorida, con sus zapatos de tacos altos, para la escuela.
–Tremendo tole-tole debe haberse armado en la escuela: los nenes, las maestras, los padres y familiares que habían ido a buscarlos, todos metidos en la escuela. Nosotros nos quedamos afuera, don Bautista, Lolo y yo. Cayó granizo y nosotros aguantando los manteles para que no se volaran. Ya ni me acuerdo qué pasó después. Ah, ¡qué revuelo! y cuando quisimos acordar había pasado el aguacero y estaba abriendo.
Las risas se fueron calmando y entonces, Melisa comentó
–¡El tiempo en Uruguay! ¡Tan imprevisible a veces! ¿Y después? ¿Y el piano cómo quedó? ¿Qué hizo con los manteles, Lolo?
–Esa fue otra –aclaró Américo. – Al piano no le pasó nada. Se secó la madera; no le había entrado agua. El carpintero lo prolijó y quedó como nuevo. Los manteles… Se imagina cómo quedaron.
–Empapados –dijo Melisa.
–Todos chorreábamos agua. Agarramos con mi señora, mi Dulce Margarita…
–Dulce Margarita –repitió Melisa. –Qué lindo nombre. ¿Se llamaba así o usted le decía así?
–Se llamaba así. –Lolo sonreía ahora con una suerte de triste nostalgia. –Y realmente era una mujer muy dulce, muy buena. Como ella decía, “Dios no nos quiso dar hijos pero vivimos contentos con lo que tenemos”.
–Los sacamos con cuidado para ir tirando el agua para el piso y salvamos la madera del piano de las piedras de granizo, que tampoco fue algo tan horrible –continuó Américo. –Los llevamos y los colgamos en las cuerdas de ropa de atrás de la iglesia, que tenía un buen lugar.
– Algunos manteles quedaron un poco marcados. Igual me arreglé porque después los puse en liquidación, “gran oferta”, y los vendí todos los tales manteles –siguió Lolo recuperando la risa.
–Es que la gente ve que dice “liquidación” y aunque hayan bajado dos vintenes, compra; eso es allá y acá y en todas partes –comentó Melisa.
–Hay que estar al alpiste; nunca se sabe dónde puede estar el negocio. Mire, Melisa, después de que perdí a mi Dulce Margarita, que en paz descanse, me vine para Montevideo y me traje algunas cosas de allá para vender acá.
–Las famosas dentaduras postizas. Ni me hable. Macabro y pico –adjuntó Américo.
–Tengo que retirarme, si me disculpan –dijo Lolo al tiempo en que se levantaba. –Me están esperando para entretener a los veteranos franceses de la Sociedad de Anecdotarios de la Memoria –dijo con un gesto cómico y pronunciación seudofrancesa. Con todo respeto porque son una gente macanuda. Me encanta sorprenderlos con mis cuentos y hacerlos reír. Nos vemos pronto.
Le dio la mano al fotógrafo y a Melisa, sonrió largamente y se retiró con paso firme.
–Hay gente que se adapta a todas las circunstancias: ese es el Lolo. Yo lo conocí de bombacha campera y alpargatas, siempre buscando un negocio, un rebusque para hacerse unas monedas. Gran tipo. Un aventurero. Ahí lo ve hoy, de traje bien planchado…–comentó Américo.
–¿Y qué me cuenta de usted, Américo? – preguntó Melisa suavemente
–Soy un solterón sin remedio ni vicios, solo el cigarro.
Caía la tarde cuando Melisa pidió otros dos cafés para seguir conversando.
(continuará)
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